PALABRA
DE VIDA Noviembre
2014
«En Ti está la fuente viva»
(Sal 36, 10)
[…] Esta Palabra
de la Escritura nos dice algo tan importante y vital, que es un instrumento de
reconciliación y de comunión.
Ante todo nos
dice que una
sola es la fuente de la vida: Dios. De Él, de su amor creativo,
nació el universo y se convirtió en la casa del hombre.
Él nos da la
vida con todos sus dones. El salmista, que conoce las asperezas y la aridez del
desierto y sabe lo que supone una fuente de agua con la vida que florece a su
alrededor, no podía encontrar una imagen más bella para cantar a la creación,
que nace como un río del seno de Dios.
Y entonces brota
del corazón un himno de alabanza y gratitud. Este es el primer paso
necesario, la primera enseñanza que podemos extraer de las palabras del salmo:
alabar y dar gracias a Dios por su obra, por las maravillas del cosmos y por
ese hombre que vive y que es su gloria y la única criatura capaz de decirle:
«En ti está la fuente viva».
Pero al amor del Padre no le bastó con pronunciar
la Palabra con la que todo fue creado. Quiso que su misma Palabra asumiese nuestra carne.
Dios, el
único Dios verdadero, se hizo hombre en Jesús y trajo a la tierra la
fuente de la vida.
La fuente de todo
bien, de todo ser y de toda felicidad vino a establecerse entre
nosotros para que la tuviésemos, por decirlo así, al alcance de la mano. «Yo he venido para que tengan vida y la
tengan abundante» (Jn 10, 10). Él
ha llenado
de Sí mismo todo tiempo y espacio de nuestra existencia. Y ha querido
permanecer con nosotros para siempre, de modo que podamos reconocerlo
y amarlo bajo las apariencias más variadas.
A veces nos da
por pensar: «¡Qué estupendo sería vivir
en
tiempos de Jesús!». Pues bien, su amor inventó un modo de permanecer no en un
rinconcito de Palestina, sino en todos los puntos de la tierra: Él se hace
presente en la
Eucaristía, tal como prometió. Y allí podemos acudir para nutrirnos
y renovar nuestra vida.
«En ti está la fuente viva».
Otra fuente de la que podemos obtener el agua viva
de la presencia de Dios es el hermano, la hermana. Cada prójimo, en especial el necesitado que pasa a nuestro
lado, si lo amamos, no lo
podemos considerar un beneficiario,
sino un benefactor, porque nos da a Dios. En efecto, amando a Jesús en él
–«Tuve hambre…, tuve sed…, fui
forastero…, estuve en la cárcel…» (cf.
Mt 25, 31-40)–, recibimos a cambio su
amor, su vida, pues Él mismo, presente en nuestros hermanos y hermanas, es su
fuente.
También es un manantial rico de agua la presencia de Dios dentro de nosotros.
Él siempre
nos habla, y está en nuestra mano escuchar su voz, que es la voz de la conciencia. Cuanto más nos
esforcemos en amar a Dios y al prójimo, más fuerte se hará su voz en nosotros
y aventajará a todas las demás. Pero hay un momento privilegiado en que,
como nunca, podemos acudir a su presencia dentro de nosotros: cuando rezamos
y procuramos ahondar en la relación directa con Él, que habita en lo
profundo de nuestra alma. Es como un torrente de agua profunda que no se seca
nunca, que está siempre a nuestra disposición y que puede saciarnos en todo
momento. Bastará con cerrar un instante los postigos del alma y recogernos para
encontrar esta fuente, incluso
en medio del desierto más árido. Hasta alcanzar
esa unión con Él en la cual sintamos que ya no estamos solos, sino que somos dos: Él en
mí y yo en Él. Y sin embargo somos uno –por un don suyo– como el
agua y la fuente, como la flor y su semilla.
[…] La Palabra
del salmo nos recuerda, pues, que solo Dios es la fuente de la vida, es decir,
de la comunión plena, de la paz y de la alegría. Cuanto más bebamos de
esa fuente, cuanto más
vivamos de esa agua viva que es su Palabra, más nos
acercaremos unos a otros y viviremos como hermanos y hermanas. Entonces
se hará realidad, como sigue diciendo el salmo, que «tu luz nos hace ver la luz», esa luz que la humanidad espera.
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