sábado, 30 de marzo de 2024

TESTIMONIAR AL RESUCITADO VIVO HOY

 

¡Cristo ha resucitado, aleluya, aleluya!

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor,

aleluya, aleluya!

 



 

Para ti y los tuyos…:

¡¡¡feliz Pascua de Resurrección!!!

 

Y para vivirla bien, una nueva Palabra para poner en práctica todo un mes :

 

PALABRA DE VIDA                      abril 2024

 

«Los apóstoles daban testimonio con gran poder

de la resurrección del Señor Jesús.

Y gozaban todos de gran simpatía»

(Hch 4, 33).

 

        Esta palabra, que cae en tiempo de Pascua, nos invita a ser testigos también nosotros, con la libertad plena de quienes han recibido el mensaje evangélico, del evento que ha marcado la historia: ¡Jesús ha resucitado!

Para entender hasta el fondo el sentido de este versículo sacado de los Hechos de los Apóstoles, conviene citar la frase que lo precede: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos» (cf. Hch 4, 32).

 

«Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía».

 

        El texto presenta a la comunidad cristiana animada por la fuerza potente del Espíritu, caracterizada por la comunión, que la empuja a proclamar a todos el Evangelio, la buena noticia, es decir, que Cristo ha resucitado.

        Son las mismas personas que antes de Pentecostés estaban asustadas y apesadumbradas ante los últimos acontecimientos acaecidos, y ahora salen a descubierto, dispuestas a dar testimonio hasta el martirio gracias a la fuerza del Espíritu, que se ha llevado miedos y temores. Eran un solo corazón y un alma sola, practicaban el amor mutuo hasta poner en común sus bienes: esta era la realidad que estaba implicando cada vez a más personas.

        Mujeres y hombres que seguían a Jesús habían escuchado sus palabras, habían vivido con Él sirviendo y amando a los últimos, a los enfermos; habían visto con sus ojos los hechos prodigiosos obrados por Jesús, y su vida había cambiado porque, llamados a vivir una nueva ley, habían sido los primeros testigos de la presencia viva de Dios en medio de los hombres.

        Y para nosotros, seguidores de Jesús hoy, ¿qué significa dar testimonio?

 

«Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía».

 

        El modo más eficaz de testimoniar al Resucitado es mostrar que Él está vivo y habita en medio de nosotros. «Si vivimos su Palabra, […] manteniendo encendido en el corazón el amor al prójimo, si nos esforzamos en especial por mantener siempre el amor mutuo entre nosotros, el Resucitado vivirá en nosotros, vivirá en medio de nosotros e irradiará su luz y su gracia alrededor, transformando cada lugar con frutos incalculables. Y será Él quien guíe nuestros pasos y nuestras actividades con su Espíritu; quien disponga las circunstancias y nos proporcione las ocasiones para llevar su vida a las personas que necesitan de Él»[1].

 

«Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía».

 

        Escribe Margaret Karram[2]: «“Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15) es la extraordinaria consigna que hace 2000 años los apóstoles recibieron directamente de Jesús y que cambió el curso de la historia. Hoy Jesús nos dirige a nosotros la misma invitación: nos ofrece la posibilidad de llevarlo al mundo con toda la creatividad, las capacidades y la libertad que Él mismo nos ha dado»[3].

        Es un anuncio «que no termina con su muerte, ¡al contrario! Adquiere más fuerza después de la Resurrección y de Pentecostés, cuando los discípulos se convirtieron en testigos valientes del Evangelio. Y el mandado de ellos ha llegado hasta nosotros hoy. A través de mí y de cada uno de nosotros, Dios quiere seguir contando su historia de amor a aquellos con quienes compartimos tramos breves o largos de la vida»[4].

 

Patrizia Mazzola y el equipo de la Palabra de vida

                               



[1] C. Lubich, Palabra de vida, enero 1986: Palabras de vida/1 (1943-1990), Ciudad Nueva, Madrid 2020, pp. 364-365.

[2] Presidente del Movimiento de los Focolares.

[3] M. Karram, LLamados y enviados, Rocca di Papa, 15-9-2023.

[4] Ibid.

viernes, 1 de marzo de 2024

CREA EN MÍ UN NUEVO CORAZÓN

 PALABRA DE VIDA                               marzo 2024

 


«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro,

renueva en mi interior un espíritu firme»

(Sal 51, 12)

 

La frase de la Escritura que se nos propone en este tiempo cuaresmal forma parte del salmo 51, donde encontramos, en el versículo 12, una invocación ardiente y humilde: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme». El texto que la contiene es conocido como el Miserere. En él, la mirada del autor empieza explorando los escondrijos del alma humana para captar sus fibras más profundas, las de nuestra profunda ineptitud frente a Dios y, a la vez, el insaciable anhelo de plena comunión con Aquel de quien procede toda gracia y misericordia.

 

«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme».

 

El salmo se inspira en un episodio muy conocido de la vida de David. Este, llamado por Dios a cuidar del pueblo de Israel y a guiarlo por los caminos de la obediencia a la Alianza, transgrede su misión: después de haber cometido adulterio con Betsabé manda matar en batalla al marido de aquella, Urías el hitita, oficial de su ejército. El profeta Natán le desvela la gravedad de su culpa y lo ayuda a reconocerla. Es el momento de confesar su pecado y reconciliarse con Dios.

                                              

«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme».

 

El salmista pone en boca del rey invocaciones muy fuertes pero que brotan de su arrepentimiento profundo y de la total confianza en el perdón de Dios: «borra», «lávame», «purifícame». En el versículo que nos interesa, usa en particular el verbo «crea» para indicar que la completa liberación de las debilidades del hombre únicamente es posible para Dios. Es la consciencia de que solo Él puede hacernos criaturas nuevas de «corazón puro», llenarnos de nuevo de su espíritu vivificante, darnos la verdadera alegría y transformar radicalmente nuestra relación con Dios (el «espíritu firme») y con los demás seres vivos, con la naturaleza y con el cosmos.

 

«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme».

 

¿Cómo poner en práctica esta palabra de vida? El primer paso será reconocernos pecadores y necesitados del perdón de Dios, con una actitud de ilimitada confianza en Él.

Puede ocurrir que nuestros errores recurrentes nos desalienten, nos encierren en nosotros mismos. Entonces es necesario dejar entreabierta, al menos un poco, la puerta de nuestro corazón. Escribía Chiara Lubich al inicio de los años 40 a una persona que se sentía incapaz de superar sus miserias: «Hace falta quitarse del alma cualquier otro pensamiento. Y creer que Jesús se ve atraído a nosotros solo por la exposición humilde, confiada y amorosa de nuestros pecados. Nosotros, por nosotros mismos, no tenemos ni hacemos otra cosa que miserias. Él, por sí mismo y con respecto a nosotros, no tiene más que una cualidad: la Misericordia. Nuestra alma solo se puede unir a Él ofreciéndole como regalo, como único regalo, ¡no nuestras virtudes sino nuestros pecados! […] Si Jesús vino a la tierra, si se hizo hombre, si algo ansía […] es solo ¡hacer de Salvador, hacer de Médico! Nada más desea»[1].

 

«Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme».

 

Luego, una vez liberados y perdonados, y contando con la ayuda de los hermanos –porque la fuerza del cristiano viene de la comunidad–, pongámonos a amar concretamente al prójimo, quienquiera que sea. «Lo que se nos pide es ese amor mutuo a base de servicio, de comprensión y participación en los dolores, las ansias y alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo lo cubre, que todo lo perdona, propio del cristiano»[2].

Y el papa Francisco dice: «El perdón de Dios […] es el signo más grande de su misericordia. Un don que cada pecador perdonado está llamado a compartir con cada hermano o hermana con quien se encuentra. Todos aquellos que el Señor nos ha puesto al lado –los familiares, los amigos, los compañeros, los parroquianos…–, todos, como nosotros, necesitan la misericordia de Dios. Es bonito recibir el perdón, pero también tú, si quieres ser perdonado, debes a tu vez perdonar. ¡Perdona! […] para ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida»[3].

 

AUGUSTO PARODY y el equipo de la Palabra de vida



[1] C. Lubich, El primer amor. Cartas de los inicios (1943-1949), Ciudad Nueva, Madrid 2011, pp. 122-123.

[2] C. Lubich, Palabra de vida, mayo de 2002: Ciudad Nueva 387 (5/2002), p. 24.

[3] Francisco, Audiencia general, 30-3-2016: La ternura de un Padre. Catequesis en el Año Santo de la Misericordia, Ciudad Nueva, Madrid 2016, p. 101.