Después de Semana Santa, estamos en plena
cincuentena Pascual: ¿qué tal la llevas? ¿Cómo va el mes?
El Papa nos ha regalado un documento estupendo: la
Exhortación Apostólica “Gaudete et exultate”. Si aún no la has leído, te la
recomiendo (42 páginas); y si no la tienes, dime y te la mando. Nos ayudará a vivir este tiempo de gozo que es la Pascua,
así como también estos textos que nos reforzarán la Palabra del mes de abril («En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna», Jn 6,
47):
FRATERNIDAD PASCUAL
…la fraternidad es el fruto de la
Pascua
de Cristo que, con su muerte y resurrección
derrotó el pecado que separaba al hombre de Dios, al hombre de sí mismo, al
hombre de sus hermanos. Pero nosotros sabemos que el pecado
siempre separa, siempre hace enemistad. Jesús abatió el muro de división entre
los hombres y restableció la paz, empezando a tejer la red de una nueva
fraternidad. Es muy importante, en este tiempo nuestro, redescubrir la fraternidad, así como
se vivía en las primeras comunidades cristianas.
Redescubrir cómo dar
espacio a Jesús que nunca
separa, siempre une. No puede haber una verdadera comunión
y un compromiso por el bien común y la justicia social sin la fraternidad y sin
compartir. Sin un intercambio
fraterno, no se puede crear una auténtica comunidad eclesial o civil:
existe sólo un grupo de individuos motivados por sus propios intereses. Pero la fraternidad es una gracia que hace
Jesús.
La
Pascua de Cristo hizo estallar algo más en el mundo: la novedad del diálogo y de la
relación,
algo nuevo que se ha convertido en una responsabilidad
para los cristianos. De hecho, Jesús dijo: «En esto conocerán que todos sois discípulos
míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Juan 13, 35). He
aquí por qué no podemos cerrarnos
en
nuestro privado, en nuestro grupo, sino que estamos
llamados a ocuparnos del bien común, a cuidar de los
hermanos, especialmente de aquellos más débiles y marginados.
Solo
la fraternidad puede garantizar una paz duradera, vencer la pobreza, extinguir
las tensiones y las guerras y erradicar la corrupción y la criminalidad.
Que el ángel que nos
dice: «ha resucitado», nos ayude a vivir la fraternidad y la novedad del
diálogo y de la relación y la preocupación por el bien común.
Que la Virgen María,
que en este tiempo pascual invocamos con el título de Reina del Cielo, nos
sustente con su oración para que la
fraternidad y la comunión que experimentamos en estos días pascuales puedan
convertirse en nuestro estilo de vida y en el alma de nuestras relaciones.
PAPA FRANCISCO, Regina Coeli lunes de Pascua 2 abril 2018
FELICES NO SÓLO UN DÍA
La
alegría de los primeros cristianos (al igual que la de los cristianos de todos
los tiempos y de todos los siglos, cuando el cristianismo se comprende en su
esencia y se vive radicalmente), la alegría de los primeros cristianos era una
alegría nueva, desconocida hasta entonces. No tenía nada que ver con la risa,
con el buen humor, con la euforia. No tenía nada que ver tampoco -como diría
Pablo VI- con “la alegría exaltante de la existencia y de la vida “, ni con “la
alegría pacificadora de la naturaleza y del silencio”, ni tampoco con la
alegría o la “satisfacción del deber cumplido”, ni era solamente “la alegría
transparente de la pureza”, o “del amor puro” … todas ellas alegrías
magníficas. Pero la de los primeros cristianos era diferente: era una alegría
parecida a la embriaguez que invadió a los discípulos cuando vino el Espíritu
Santo. Era
la alegría de Jesús.
Porque Jesús, así como tiene su propia paz, tiene su
propia alegría. Y la alegría de los primeros cristianos, que brotaba
espontánea de lo más hondo de su ser, saciaba completamente su alma.
Ellos habían
encontrado realmente lo que el hombre de ayer, de hoy y de siempre va buscando:
a Dios que, como hemos visto, lo sacia completamente. Ellos habían encontrado la comunión con
Dios, elemento esencial que los llevaba a su plena realización. Eran hombres
auténticos.
De hecho, el amor, la
caridad, con la que Cristo a través del Bautismo y de los demás sacramentos
enriquece el corazón de los cristianos, se puede comparar con una
planta. Cuanto más hunde sus raíces en el terreno de la caridad fraterna (cuanto más se
ama al prójimo) más crece el tallo hacia el cielo: más crece en el
corazón el amor a Dios, la comunión con Él; una comunión en la que no se
cree sólo por fe, sino que se experimenta. Y es ésta la felicidad:
amamos y nos sentimos amados.
Ésta era la
felicidad de los primeros cristianos, adultos y jóvenes, que se expresaba en
liturgias maravillosas, gozosas y rebosantes de himnos de alabanza y de acción
de gracias.
Alegría que
aumentaba también en su corazón porque con el amor y por el amor poseían la luz, es
decir, “veían”,
en cierto modo comprendían las cosas de Dios, que de por sí son impenetrables.
Los misterios que aceptaban por medio de la fe, no les resultaban tan oscuros
como se podría pensar. En ellos había una cierta percepción de los mismos tan
apetecible, tan luminosa, que tenían la impresión de comprenderlos, de
poseerlos. Y esto acrecentaba aún más su alegría: a la alegría del amor se añadía la de la
verdad.
Así, armados
únicamente con el amor y la luz y revestidos de alegría, en breve tiempo
conquistaron el mundo conocido hasta entonces. Decía Tertuliano: “Somos de ayer
y ya hemos invadido el mundo”.
Ellos se mantenían
alegres incluso en las persecuciones y
cantaban ante el martirio. Habían comprendido una paradoja del cristianismo: la
alegría, la
alegría sobrenatural de Jesús se encuentra precisamente donde parece que no
exista: en el dolor, pero en el dolor amado.
CHIARA LUBICH, Discurso en el Jubileo de los jóvenes 1984
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