lunes, 28 de febrero de 2022

PERDONA A LA HUMANIDAD, SEÑOR

 PALABRA DE VIDA                      marzo 2022

 


«Perdona nuestras ofensas,

como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden»

(Mt 6, 12)

 La Palabra de vida de este mes está sacada de la oración que Jesús enseñó a sus discípulos, el Padrenuestro. Es una oración profundamente enraizada en la tradición hebraica. También los judíos llamaban y llaman a Dios «Padre nuestro».

En una primera lectura, las palabras de esta frase nos comprometen: ¿podemos pedirle a Dios que borre nuestras deudas, como sugiere el texto griego, del mismo modo que nosotros somos capaces de hacerlo con quienes tienen alguna falta respecto a nosotros? Nuestra capacidad de perdón es siempre limitada, superficial, condicional.

Si Dios nos tratase según nuestra medida, ¡sería una condena en toda regla!

 

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

 

Sin embargo, son palabras importantes que expresan ante todo la conciencia de que necesitamos el perdón de Dios. El propio Jesús se las dijo a sus discípulos –y a todos los bautizados–, de modo que puedan usarlas para dirigirse al Padre con sencillez de corazón.

Todo nace de descubrirnos hijos en el Hijo, hermanos e imitadores de Jesús, que fue el primero que hizo de su vida un camino de adhesión cada vez más completa a la voluntad amorosa del Padre.

Solo después de haber acogido el don de Dios y su amor sin medida podemos pedirle todo al Padre, incluso que nos haga cada vez más semejantes a Él, con su misma capacidad de perdonar a nuestros hermanos y hermanas con corazón generoso, día a día.

Cada acto de perdón es una decisión libre y consciente que hay que renovar siempre con humildad. Nunca es un hábito, sino un camino exigente, por el cual Jesús nos llama a rezar cada día, como por el pan.

 

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

 

¡Cuántas veces las personas con las que vivimos –en la familia, en el barrio, en el lugar de trabajo o de estudio– pueden habernos hecho una faena, y nos cuesta reanudar una relación positiva! ¿Qué hacer? Aquí es donde podemos pedir la gracia de imitar al Padre:

«Levantémonos por la mañana con una “amnistía” completa en el corazón, con ese amor que todo lo cubre, que sabe acoger al otro tal como es, con sus limitaciones, sus dificultades, precisamente como haría una madre con el hijo que actúa mal: lo excusa siempre, lo perdona siempre, no pierde la esperanza en él… Acerquémonos a cada uno viéndolo con ojos nuevos, como si nunca hubiese incurrido en esos defectos. Volvamos a empezar cada vez, sabiendo que Dios no solo perdona, sino que olvida: esta es la medida que nos pide también a nosotros»[1].

Es una meta alta hacia la cual podemos avanzar con la ayuda de la oración confiada.

 

«Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

 

Además, toda la oración del Padrenuestro tiene la perspectiva del «nosotros», de la fraternidad: no pido solo por mí, sino también por los demás y con los demás. Mi capacidad de perdón está sostenida por el amor de los demás, y por otra parte mi amor puede en cierto modo sentir como propio el error del hermano: tal vez dependa también de mí, puede que no haya hecho toda mi parte para que se sintiese acogido, comprendido…

En Palermo, una ciudad italiana, las comunidades cristianas viven una intensa experiencia de diálogo que requiere superar ciertas dificultades. Cuentan Biagio y Zina: «Un día un pastor amigo nuestro nos invitó a un encuentro con varias familias de su Iglesia que no nos conocían. Habíamos llevado cosas para compartir en la comida, pero esas familias nos dieron a entender que no les gustaba ese encuentro. Con delicadeza, Zina les dio a probar algunas especialidades que había preparado y al final comimos juntos. Después de comer empezaron a decir los defectos que veían en nuestra Iglesia. No queriendo entrar en una guerra verbal, dijimos: ¿qué defecto o diferencia entre nuestras Iglesias puede impedir que nos queramos? Ellos, acostumbrados a atacar continuamente, se quedaron asombrados y desarmados con una respuesta así, y empezamos a hablar del Evangelio y de lo que nos une, que seguro que es mucho más que lo que nos divide. Cuando llegó la hora de despedirnos, no querían que nos fuésemos. En ese momento les propusimos rezar el Padrenuestro, y mientras lo rezábamos percibimos fuertemente la presencia de Dios. Nos hicieron prometer que volveríamos, porque querían presentarnos al resto de la comunidad, y así ha sido en todos estos años».

LETIZIA MAGRI



[1] C. Lubich, Palabra de vida, diciembre 2004: Ciudad Nueva 415 (12/2004), pp. 22-23.



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