«A
cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios»
(Jn
1, 12)
Aquí está la gran novedad anunciada y dada por Jesús
a la humanidad: la filiación divina, ser hijos de Dios por gracia.
¿Cómo y a quién se le da esta gracia? “A cuantos lo
recibieron” y a cuantos lo reciban a
lo largo de los siglos. Es necesario acogerlo en la fe y en el amor, creyendo
en Jesús como nuestro Salvador. Pero tratemos de comprender más en profundidad
qué significa ser hijo de Dios.
Basta mirar a Jesús, el Hijo de Dios, y su relación
con el Padre: Jesús rezaba a su Padre como en el “Padrenuestro”. Para Él, el
Padre era “Abbá”, es decir, el papá a quien Él se dirigía con palabras de infinita
confianza e inmenso amor.
Ya que había venido a la tierra por nosotros, no le
bastó encontrarse en esta condición privilegiada. Al morir por nosotros, al
redimirnos, nos ha hecho hijos de Dios, hermanas y hermanos suyos, y nos ha
dado a nosotros también, a través del Espíritu Santo, la posibilidad de
introducirnos en el seno de la Trinidad. De este modo para nosotros también se
ha hecho posible esa invocación divina suya «¡Abbá, Padre!» (Mc 14, 36;
Rom 8, 15), es decir, “papá, padre mío”, nuestro, con todo lo
que eso conlleva: certeza de su protección, seguridad, abandono a su amor,
consuelos divinos, fuerza, ardor; ardor que nace en el corazón de quien está
seguro de ser amado.
«A cuantos lo
recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios».
Lo que nos hace uno con Cristo, y con Él hijos en el
Hijo, es el bautismo y la vida de la gracia que proviene de él.
En este pasaje del Evangelio hay, además, una
palabra que desvela también el dinamismo profundo de esta “filiación” que hay
que realizar día tras día. De hecho, es necesario “ser hijos de Dios”.
Se llega a ser, se crece como hijos de Dios, con
nuestra correspondencia a su don, viviendo su voluntad que está toda
concentrada en el mandamiento del amor: amor a Dios y amor a los prójimos.
Acoger a Jesús significa, de hecho, reconocerlo en
todos nuestros prójimos. Y ellos también tendrán la posibilidad de reconocer a
Jesús y creer en Él si en nuestro amor por ellos descubren una huella, una
chispa del amor infinito del Padre.
«A cuantos lo
recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios».
En este mes en el que recordamos especialmente el
nacimiento de Jesús en esta tierra, tratemos de acogernos recíprocamente,
viviendo y sirviendo al mismo Cristo los unos en los otros.
Y entonces una reciprocidad de amor, de conocimiento
de vida como la que vincula al Hijo con el Padre en el Espíritu, se instaurará
también entre nosotros y el Padre y sentiremos que cada vez más en nuestro
labios aflora la invocación de Jesús: «¡Abbá,
Padre!».
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