«Sed
compasivos, como vuestro Padre es compasivo»
(Lc 6, 36)
Según el relato de Lucas, después de haber
anunciado a sus discípulos las bienaventuranzas, Jesús lanza su revolucionaria invitación a
amar a cada ser humano como a un hermano, incluso si se demuestra
como enemigo.
Jesús lo sabe bien y nos lo explica: somos
hermanos porque
tenemos un único Padre que está siempre preocupándose de sus hijos.
Él quiere entrar en relación con nosotros, nos reclama nuestras
responsabilidades, pero al mismo tiempo tiene un amor atento, que cuida, que
nutre. Una actitud
materna de compasión y ternura.
Así es la misericordia de Dios, que se dirige personalmente a
cada criatura humana, con todas sus debilidades; que incluso
prefiere a quienes están al borde del camino, excluidos y rechazados. La misericordia
es un amor que colma el corazón hasta rebosar sobre los demás, tanto
los de casa como los extraños, y en el entorno social.
Como hijos de este Dios, podemos ser semejantes
a Él en lo que lo caracteriza: el amor, el acoger, el saber esperar los tiempos
del otro.
«Sed compasivos, como vuestro
Padre es compasivo».
Por desgracia, en nuestra vida
personal y social respiramos un aire de hostilidad y competitividad
crecientes, de sospecha recíproca, de juicio sin posibilidad de apelación, de
miedo al otro; se acumulan los rencores y llevan a los conflictos y a las
guerras.
Como cristianos, podemos dar
una aportación
decidida a contracorriente: hagamos un acto de libertad respecto a
nosotros mismos y a otros condicionamientos, y comencemos a reconstruir los vínculos
agrietados o rotos en la familia, en el lugar de trabajo, en la
comunidad parroquial o en el partido político.
Si hemos hecho daño a
alguien, pidamos
perdón con valentía y reanudemos el camino. Es un acto de gran
dignidad. Y
si alguien nos hubiese ofendido de verdad, intentemos perdonarle,
hacerle hueco de nuevo en nuestro corazón, de modo que pueda curar la herida.
Pero ¿qué es perdonar?
«Perdonar no es olvidar […], no es debilidad, […] no consiste en afirmar que lo que es grave
no tiene importancia, o que está bien lo que está mal, […] no es indiferencia.
Perdonar es
un acto de voluntad y de lucidez –y por consiguiente de libertad–
que consiste en
acoger al hermano tal como es y a pesar de todo el mal que nos haya
hecho, como
Dios nos acoge a nosotros, que somos pecadores, a pesar de nuestros
defectos. Perdonar
consiste en no responder a la ofensa con una ofensa, sino en hacer
lo que dice Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien”
(Rm 12, 21)» (Ch. Lubich).
Esta apertura del corazón no
se improvisa. Es
una conquista cotidiana, un crecer constantemente en nuestra
identidad de hijos de Dios. Sobre todo es un regalo del Padre que podemos y debemos pedirle a Él
mismo.
«Sed compasivos, como vuestro
Padre es compasivo».
Cuenta M., una joven
filipina: «Tenía solo 11 años cuando mataron a mi padre, pero no se hizo
justicia porque éramos pobres. Cuando crecí, estudié derecho con el deseo de
conseguir justicia por la muerte de mi padre. Pero Dios tenía otros planes para
mí: un compañero me invitó a un encuentro de personas que se esforzaban seriamente en
vivir el Evangelio. Y yo también me puse a hacerlo.
Un día le pedí a Jesús que
me enseñase a vivir concretamente su Palabra: “Amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 44; Lc 6, 27), pues sentía que odiar a las personas
que habían matado a mi padre me seguía atormentando. Al día siguiente me
encontré en el trabajo con el jefe del grupo. Lo saludé con una sonrisa y le
pregunté cómo estaba su familia. Este saludo lo dejó desconcertado, y yo lo
estaba aún más por lo que acababa de hacer. El odio estaba diluyéndose dentro de mí,
transformándose en amor. Pero no era más que el primer paso: ¡el amor es
creativo! Pensé que cada miembro
del grupo debía recibir nuestro perdón. Fui con mi hermano a verlos para
restablecer la relación con ellos y testimoniarles que Dios los ama.
Uno de ellos nos pidió perdón por lo que había hecho y que rezásemos por él y
su familia».
LETIZIA MAGRI
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