PALABRA DE VIDA julio
2016
perdonándoos unos a otros
como Dios os perdonó en Cristo»
(Ef 4, 32)
No hay nada más bello que oír que nos dicen: «Te quiero». Cuando
alguien nos quiere, no nos sentimos solos, caminamos seguros,
podemos afrontar incluso dificultades y situaciones críticas. Si además
el quererse se
vuelve recíproco, la esperanza y la confianza se refuerzan, nos
sentimos protegidos. Todos sabemos que para crecer bien, los niños necesitan estar rodeados de
amor, de alguien
que los quiera. Pero esto es cierto a cualquier edad. Por eso
la Palabra de vida nos invita a ser «buenos» los unos con los otros, o sea, a querernos;
y nos pone
de modelo a Dios mismo.
Precisamente su
ejemplo nos recuerda que quererse no es un mero sentimiento; es un
«querer el bien
del otro» muy concreto y exigente. En Jesús, Dios se acercó a los
enfermos y a los pobres, sintió compasión por la multitud, tuvo misericordia
con los pecadores y perdonó a quienes lo habían crucificado.
También para
nosotros querer el bien del otro significa escucharlo, demostrarle una atención sincera,
compartir sus alegrías y sus pruebas, preocuparse de él, acompañarlo
en su camino. El otro no es nunca un extraño, sino un hermano, una hermana que es parte de mí,
a quien quiero servir. Todo lo contrario de lo que sucede cuando percibimos al
otro como un rival, un competidor, un enemigo, y llegamos a desearle el mal, a
machacarlo, a eliminarlo incluso, tal como, por desgracia, nos cuentan las
crónicas de cada día. Aun sin llegar a tanto, ¿no nos sucede también a
nosotros que
acumulamos rencor, desconfianza, hostilidad o simplemente indiferencia o
desinterés hacia personas que nos han perjudicado, que nos resultan
antipáticas o que no pertenecen a nuestro círculo social?
Querer el bien
los unos de los otros –nos enseña la Palabra de vida– significa tomar el camino
de la misericordia, dispuestos a perdonarnos cada vez que nos
equivocamos. A este respecto, Chiara Lubich cuenta que, al principio de la
experiencia de su nueva comunidad cristiana, había hecho un pacto de amor recíproco con sus primeras compañeras
para poner en práctica el mandato de Jesús. Y a pesar de ello, «sobre todo al principio, no siempre era
fácil para un grupo de chicas vivir la radicalidad del amor. Éramos
personas como las demás, aunque sostenidas por un don especial de Dios; y
también entre nosotras, en nuestras relaciones, podía depositarse polvo, y la unidad
podía languidecer. Ocurría, por ejemplo, cuando nos dábamos cuenta
de los defectos e imperfecciones de los demás y los juzgábamos, de modo que la
corriente de amor mutuo se enfriaba.
»Para
reaccionar a esta situación, un día pensamos en sellar entre nosotras un pacto,
al que llamamos “pacto de misericordia”. Decidimos ver cada mañana al prójimo con quien
nos encontrábamos –en el focolar, en clase, en el trabajo, etc.– verlo nuevo, totalmente
nuevo, sin recordar en absoluto sus tachas ni sus defectos,
sino cubriéndolo todo con el amor. Y acercarnos a todos con una amnistía
completa del corazón, con un perdón universal. Era un compromiso fuerte,
que adquirimos todas juntas y que nos ayudaba a ser siempre las primeras en amar, a
imitación de Dios misericordioso, el cual perdona y olvida»[1].
¡Un pacto de misericordia! ¿No podría ser este
un modo de crecer en bondad?
[1] C. Lubich, El amor al prójimo, charla a un
grupo de musulmanes, Castel Gandolfo, 1-11-2002.
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