PALABRA DE VIDA septiembre 2015
si os amáis unos a otros»
(Jn
13, 35)
Este es el distintivo, la característica propia de los cristianos,
el signo para reconocerlos. O al menos debería serlo, porque así
concibió Jesús a su comunidad.
Un escrito fascinante de los primeros siglos del
cristianismo, la Carta a Diogneto,
declara que «los cristianos no se
distinguen de los demás hombres ni por la nación ni por la lengua ni por el
vestido. En ningún sitio habitan ciudades propias, ni se sirven de un idioma
diferente ni adoptan un género peculiar de vida». Son personas normales,
como todas las demás. Y sin embargo, poseen un secreto que les permite influir
profundamente en la sociedad y ser como su alma.
Es un secreto que Jesús entregó a sus discípulos poco
antes de morir. Como los antiguos sabios de Israel, como un padre respecto a su
hijo, también Él,
Maestro de sabiduría, dejó como herencia el arte del saber vivir y del vivir
bien, que había aprendido directamente de su Padre: «Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado
a conocer» (Jn 15, 15), y era
fruto de su experiencia en la relación con Él. Consiste en amarse unos a otros. Esta es su última
voluntad, su testamento, la vida del cielo que ha traído a la tierra
y que comparte con nosotros para que se convierta en nuestra misma vida.
Y quiere que esta sea la identidad de sus discípulos,
que se los reconozca como tales por el amor recíproco:
«En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».
¿Se reconoce a los discípulos de Jesús por su amor
recíproco? «La historia de la Iglesia es
una historia de santidad», escribió Juan Pablo II. Y sin embargo, «hay también no pocos acontecimientos que son
un antitestimonio en relación con el cristianismo». Durante siglos, los
cristianos se han enfrentado en
guerras interminables en el nombre de Jesús y siguen estando divididos entre ellos. Hay personas que a día de hoy siguen asociando a los cristianos con las Cruzadas y los tribunales de la Inquisición, o los ven como defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos al progreso de la ciencia.
guerras interminables en el nombre de Jesús y siguen estando divididos entre ellos. Hay personas que a día de hoy siguen asociando a los cristianos con las Cruzadas y los tribunales de la Inquisición, o los ven como defensores a ultranza de una moral anticuada, opuestos al progreso de la ciencia.
No ocurría así con los primeros cristianos de la
comunidad naciente de Jerusalén. La gente sentía admiración por la comunión de bienes que
vivían, la unidad que reinaba entre ellos, la «alegría y sencillez de corazón» que los caracterizaba (Hch 2, 46). «La gente se hacía lenguas de ellos», seguimos leyendo en los Hechos
de los Apóstoles, con la consecuencia de que cada día «crecía el número tanto de hombres como de mujeres que se adherían al
Señor» (Hch 5, 13-14). El testimonio
de vida de la comunidad tenía una fuerte capacidad de atracción.
¿Por qué hoy no se nos conoce como aquellos que se distinguen por el amor? ¿Qué hemos
hecho con el mandamiento de Jesús?
«En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».
Tradicionalmente, el mes de octubre se dedica en el
ámbito católico a la «misión», a la reflexión sobre el mandato de
Jesús de ir a todo el mundo a anunciar el Evangelio, a la oración y
al sostenimiento de todos los que están en primera línea. Esta palabra
de vida puede ayudar a todos a esclarecer la dimensión fundamental de todo anuncio cristiano. No consiste en imponer un credo, hacer proselitismo o ayudar de modo interesado a los pobres para que se conviertan. Tampoco debe primar la defensa exigente de valores morales ni el adoptar una postura ante las injusticias o las guerras, aun cuando sean actitudes obligadas que el cristiano no puede eludir.
de vida puede ayudar a todos a esclarecer la dimensión fundamental de todo anuncio cristiano. No consiste en imponer un credo, hacer proselitismo o ayudar de modo interesado a los pobres para que se conviertan. Tampoco debe primar la defensa exigente de valores morales ni el adoptar una postura ante las injusticias o las guerras, aun cuando sean actitudes obligadas que el cristiano no puede eludir.
El anuncio cristiano es ante todo un testimonio de vida
que todo discípulo de Jesús debe ofrecer personalmente: «El hombre contemporáneo prefiere escuchar a los que dan testimonio que
a los que enseñan». Incluso los que son hostiles a la Iglesia suelen
sentirse conmovidos por el ejemplo de quienes dedican su vida a los enfermos o
a los pobres y están dispuestos a dejar su patria para ir a lugares de frontera
a ofrecer ayuda y cercanía a los últimos.
Pero
lo que Jesús pide sobre todo es el testimonio de toda una comunidad que muestre
la verdad del Evangelio. Esta debe
mostrar que la vida que Él trae puede generar realmente una sociedad nueva, en
la que se viven relaciones de auténtica fraternidad, de ayuda y servicio
mutuo, de atención coral a las personas más débiles y necesitadas.
La vida de la Iglesia ha conocido testimonios así,
como las reducciones para indígenas que los franciscanos y jesuitas
construyeron en Sudamérica, o los monasterios, con las aldeas que surgían
alrededor. También hoy, comunidades y movimientos eclesiales dan lugar a ciudadelas
de testimonio
donde se pueden ver los signos de una sociedad nueva fruto de la vida
evangélica, del amor recíproco.
«En esto conocerán todos
que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros».
Sin apartarnos de los lugares en que vivimos ni de las
personas que nos rodean, si vivimos entre nosotros esa unidad por la que Jesús dio
la vida, podremos crear un modo de vivir alternativo y sembrar en torno a
nosotros brotes de esperanza y de vida nueva. Una familia que
renueva cada día su voluntad de vivir de modo concreto en el amor recíproco
puede convertirse en rayo de luz en medio de la indiferencia de su vecindad.
Una «célula local», o sea, dos o más personas que se asocian para practicar con
radicalidad las exigencias del Evangelio en su entorno de trabajo,
en clase, en la sede sindical, en la administración o en una cárcel, podrá
desbaratar la lógica de la lucha por el poder, crear un ambiente de
colaboración y favorecer
que nazca una fraternidad inesperada.
¿No actuaban así los primeros cristianos de tiempos
del Imperio romano? ¿No es así como difundieron la novedad transformante del
cristianismo? Nosotros somos hoy los «primeros cristianos», llamados como
ellos a perdonarnos, a vernos siempre nuevos, a ayudarnos; en una
palabra, a amarnos
con la misma intensidad con que Jesús amó, seguros de que su presencia en
medio de nosotros tiene la fuerza de arrastrar también a los demás a esta
lógica divina del amor.
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