Esto nos escribió en 1999 hablando sobre
la unidad y la oración,
(aunque largo, es “alucinante”):
«Salía de mi casa después del
almuerzo para celebrar la Eucaristía en una capilla, a unos 130 kilómetros de
distancia. Iba a mitad de camino, en donde tenía que dejar la parte asfaltada y
tomar dirección por un camino de tierra, cuando vi sobre un pequeño puente un
automóvil detenido y dos hombres inclinados sobre el motor. Como amenazaba
llover, me detuve y les ofrecí ayuda. Los dos se volvieron con las armas en
mano: me pidieron las llaves del coche, el reloj, el dinero y me retuvieron con
ellos. Colocaron los dos automóviles de tal modo que impidieran el tránsito. Después de algunos minutos llegó el furgón blindado de un banco y comenzó el tiroteo al estilo “Far West”. Los asaltantes no eran solamente dos, sino seis. El furgón, cercado por los cuatro lados, no podía seguir porque le dispararon a las llantas. Sin embargo los ladrones no lograban hacer salir a los guardias que se defendían desde dentro.
Entonces, uno de los
ladrones, apuntándome con su arma, me dijo: “¡coloca las manos sobre la cabeza
y ve a convencer a los guardias para que salgan del furgón!”. Le hice notar lo
absurdo de esa intentona, pero fue inútil: “¡o vas o mueres!”.
Apenas hube dado los
primeros pasos, partió desde el furgón un disparo doble de escopeta, que me
dio
de lleno desde la cabeza a los pies y me tumbó por tierra.
Sentí un dolor muy fuerte en
un ojo, que se me oscureció, en los pulmones y en el abdomen. Me salía sangre
por la boca y no podía moverme por los dolores y, además, por el miedo de que
me disparasen de nuevo para terminar de matarme. Los ladrones emprendieron la fuga
en los dos vehículos más un taxi que interceptaron, para repartirse. Y le
dijeron al taxista: “No nos hagas perder tiempo, que acabamos de matar a un
sacerdote”. No se podía pensar otra cosa. Comenzó a caer una llovizna.
En ese momento sentí una
profunda soledad, y lo absurdo de lo que estaba sucediendo. Pero al mismo
tiempo experimenté la paternidad de Dios que me cobijaba. Todo se derrumbaba,
pero permanecía la fe
en su amor: y Dios me daba la fuerza de ofrecer todo por
la Iglesia, por la Obra de María… Ese sentido de soledad, ese sufrimiento
humanamente absurdo, eran el rostro de Jesús crucificado y abandonado, y tuve
la fuerza para abrazarlo enseguida y, tanto como me era posible, con alegría.
En el fondo de mi corazón no sentía la angustia por vivir o morir, sino la
certeza de que Dios haría lo que mejor conviniera.
Quedé dos horas por tierra,
bajo la lluvia, sin poder moverme. Dos horas de intensa oración, en las que
pedí a Jesús perdón por mis pecados, perdoné de corazón a los ladrones y a
quien me había disparado...
Finalmente oí el ruido de un
coche: el conductor se detuvo, pero, probablemente por el miedo, se fue
rápidamente. Pasó otro coche, se detuvo y oí el comentario: “Aquí ha habido un
violento tiroteo, y hay un muerto”, y se marcharon. Finalmente llegaron dos
policías. Se acercaron con las armas empuñadas: entendí que me podían dar el
“tiro de gracia” para acabarme, como en ocasiones hacen con los ladrones y, con
un hilo de voz, alcancé a susurrar: “soy un sacerdote, no me maten”.
En el hospital el médico que
me recibió hizo una observación humorística: “Me parece que han
exagerado con
el plomo...”. En efecto, los rayos X
revelaron 117 municiones, una que iba directa al corazón fue detenida por un bolígrafo de metal. Otra me atravesó un ojo de lado a lado, y sin embargo no perdí
Los médicos dijeron que
tenía muchas posibilidades de sobrevivir y que comenzaría a hablar después de
tres o cuatro días. Pero a la media hora de haber salido de la sala de
operaciones, ya estaba hablando con mi hermano sacerdote y con muchos amigos
que habían venido de todas partes.
Tiempo después recibí una
carta de una joven que había participado de ese momento: “Hace mucho tiempo que
estaba
alejada de Dios, pero aquella tarde en el hospital, viendo su paz, me di cuenta que sólo Dios podía hacer algo así. Entendí que todo lo demás no importa: ¡sólo Dios! Y quien le pertenece, transmitela paz. Había ido para darle
una ayuda, pero en cambio ha sido usted quien me ha dado a Dios... Ha comenzado
para mí una vida nueva”.
alejada de Dios, pero aquella tarde en el hospital, viendo su paz, me di cuenta que sólo Dios podía hacer algo así. Entendí que todo lo demás no importa: ¡sólo Dios! Y quien le pertenece, transmite
La noticia del incidente se difundió
en breve tiempo por todas partes, dando inicio a una “competición” de amor.
Médicos, enfermeras, religiosas, parroquianos… cada uno aportó su colaboración.
Los sacerdotes hicieron turnos durante día y noche para que siempre estuviese
alguien conmigo.
La recuperación de mi salud
sorprendió a los mismos médicos, pero lo que más les sorprendió fue el amor
fraterno que vivíamos entre los sacerdotes. El responsable del hospital nos
comentó: “ni siquiera imaginaba que existiera una Iglesia así, donde todos se
aman como hermanos”.
El Obispo siempre estuvo
presente con su amor
de padre, y al día siguiente vino a visitarme para comunicarme
también los saludos y las oraciones de toda la comunidad diocesana. Las hermanas
del hospital y las enfermeras, que se sentían como aplastadas por el clima de
violencia que se había desatado durante los últimos años, después me escribieron:
“Lo que hemos visto nos ha hecho reflexionar. Mira -nos hemos dicho- qué bella
es la Iglesia de la unidad”.»
(Publicado en revista Gen's - Traducción mía)
Card. Joao B. de Aviz ante la tumba de "Luminosa" Bavosi en el Centro Mariápolis de Las Matas (Madrid) Abril 2012 |
Info sobre el libro-entrevista con su biografía en español
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