domingo, 6 de abril de 2014

PREGÓN SEMANA SANTA

A las puertas ya de la Semana Santa, te ofrezco el pregón que hace unos años pronuncié en mi pueblo, con la esperanza de que a todos ayude a vivirla como lo que es.

PREGÓN DE SEMANA SANTA

Hace unos días recibí noticias sobre un sacerdote amigo mío, Nelson Gómez, (pocos años mayor que yo, aunque de apariencia más joven por su corta estatura y por la limpieza de su continua sonrisa); me contaban que el 22 de marzo en Colombia había tenido ladrones en su parroquia, allí en la ciudad de Armenia, la que sufrió el terremoto hace unos años y a la que él tanto ayudó en su reconstrucción. Los ladrones le habían encerrado y atado a él y al sacristán en los aseos. Los vecinos habían visto algo y avisaron a su hermano, casado, que se acercó a ver qué pasaba. Al darse cuenta los ladrones se enfrentaron con él y ya le iban a disparar, cuando Nelson, mi amigo, había logrado escaparse y tuvo el tiempo justo de interponerse ante las balas dirigidas a su hermano. Ha muerto por preservar la vida de su hermano.

Eso es lo que ha hecho Jesús por cada uno de nosotros: interponerse para que nosotros tengamos vida. Eso es lo que recordamos, celebramos y vivimos cada domingo en la Misa, pero
sobre todo más extensamente cada año en Semana Santa: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”; “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”, había dicho el mismo Jesús.

Queridos paisanos y amigos de Villarrobledo; queridos “conciudadanos”, como así me habéis llamado en el programa de Semana Santa;
queridos sacerdotes y diáconos, 
y directivas y representantes de las Hermandades, 
Excmo. Sr. Alcalde y autoridades.
Aunque mejor diríamos, y más en estos días, queridos hermanos en Jesús, en este Jesús que se ha ofrecido en rescate de amor por todos y cada uno para que en nuestra vida encontremos Vida eterna.
Es una alegría inmensa poder estar con vosotros aquí esta tarde. Es, a la vez, una responsabilidad tremenda tratar de establecer un pórtico digno que nos introduzca en la Semana Grande de la fe cristiana. Pido por ello no vuestra benevolencia simplemente, ni vuestra alegría de escuchar a un paisano y conocido, sino que
pido ese amor cristiano que debe movernos en cada cosa, incluso en el simple escuchar. Sólo así seremos -el que habla y los que atendéis- dignos de traer a la mente y al corazón a aquel que pasó haciendo el bien”, a aquel que entregó hasta el último aliento por amor al Padre y a nosotros.


En el año 82 fue la última Semana Santa que viví entre vosotros como seglar, antes de que Dios me llamase por caminos que ni se me habían pasado por la imaginación. Eso sí, un año volví a celebrarla con vosotros: en el 89, como diácono, unos meses antes de ser ordenado sacerdote.
Pero la Semana Santa del pueblo de uno siempre permanece en el recuerdo cariñoso y en el corazón. Ciertamente espero haber avanzado en la comprensión del misterio, en la vivencia interior de cada una de las realidades que se vuelven a hacer presentes en cada celebración litúrgica; espero haber crecido en ser (para eso celebramos la Semana Santa) cristiano, otro Jesús, que en cada detalle está dispuesto a dar la vida como Él. Pero también es cierto que aquellos recuerdos de niñez y juventud, permanecen en el alma.

Buceando en esos más tiernos recuerdos de cuando tenía... ¿cinco, seis, años? No sé. Si sé que llegando la primavera, unos ensayos de tambores y cornetas, unos ritmos marcados, sobre todo en los atardeceres, anunciaban algo importante, algo inusual el resto del año. Y verdaderamente no es algo usual, algo que alcance la lógica humana, el que todo un Dios, el Hijo eterno del Padre, se haga hombre en todo como nosotros, pero sin pecado, para enseñarnos en su propia carne a cada hombre y a toda la humanidad a vivir al estilo divino, al estilo del cielo, cada una de nuestras humanas realidades, incluso las más incomprensibles como son el dolor y la muerte.

Recuerdo que en la casa de mis abuelos Tomás e Iluminada, los “yayos” como les decíamos nosotros, se veían por distintos rincones, muchas túnicas y mantos de los “nazarenos” de la
Dolorosa, algún uniforme o gorro de los “granaderos” o alguno de sus tambores o trompetas que nos comía a los nietos de curiosidad y nos atraían, tanto más cuanto que no nos dejaban tocarlos.

Recuerdo la ilusión del domingo de Ramos en que nos despertábamos queriendo ya salir a la calle a ver si pasaba la
 imagen de Jesús montado en el borriquillo, custodiada en la ermita de La Soledad, tan cerca de nuestra casa en el Corredero. Y la procesión con ramos y palmas, tan fuera de lo corriente. Aquello nos llamaba la atención por entonces a mí y a mis hermanos. Hoy me llama la atención aquella gente de la Jerusalén de aquel tiempo, que salía a recibir al Maestro que humilde entraba a lomos de un asno, con alegría: “¡bendito el que viene en nombre del Señor!”, “¡hosanna al rey de Israel!”; y esas mismas gargantas jubilosas, sólo cinco días después gritaban con saña: “¡crucifícalo!”. ¡Qué volubles somos los humanos, Jesús! ¡Y qué fiel es tu amor y entrega por nosotros a pesar de nuestros diarios desplantes!


Con algo más de edad, recuerdo la celebración de los Santos Oficios en Santa María, que con mis 9 ó 10 años se me hacían largos, porque me tocaba estar de pie y atrás ante tanta multitud. Aunque aprendí para años siguientes que en otras iglesias había
menos aglomeración. Y poco a poco iba dándome cuenta de lo que decían mis padres y los sacerdotes: que era más importante la celebración dentro del templo que la de las procesiones. Y que para que estas tuvieran sentido había que vivir aquellas en plenitud.

Fui interiorizando en mi vida esos misterios, que no son simple recuerdo como las procesiones, sino que, participando en su celebración litúrgica, traen al presente aquella misma fuerza y eficacia redentora, y que teniendo el corazón limpio, lleno de fe y vacío de toda prisa, ese amor del “Dios con nosotros”, imperceptiblemente, calaba en mi vida. Y desde ahí, sólo desde ese encuentro personal con Dios, con el amigo del alma, desde ese amor suyo, tenía sentido el ver una procesión o el desfilar en ella, como durante mi adolescencia hice en la Hermandad de la Dolorosa, durante los años previos a mi ingreso en el Seminario.

Y ese Jueves Santo iba abriéndose ante mí con toda su grandeza: día de la Última Cena de Jesús con sus Apóstoles. Día
en que Él, el Maestro y el Señor, se agachó a lavar los pies a sus discípulos encargándoles que ellos hicieran lo mismo entre ellos y con todos; ilustraba así lo que con tantos ejemplos les había mostrado en esos tres años de vida pública; les mostraba el sentido de ese mandamiento nuevo: “amaos unos a otros como yo os he amado”; y Él nos ama hasta dar la vida. Sólo así reconocerán que somos discípulos: si en cada detalle pequeño diario, ponemos la intensidad de amor que movió a Jesús a interponerse ante lo que nosotros hubiéramos merecido.

Años después una frase de S. Agustín me ayudó a comprender todo su significado: “si a todos les diera por llevar una cruz, si a todos les diera por entrar en las iglesias, si a todos les diera por ponerse un hábito,... lo único que seguiría distinguiendo a los hijos de Dios de los hijos de Satanás es que se aman recíprocamente”. Fuerte, ¿verdad? ¡Fortísima! Por eso nos dejó Jesús en esa última Cena el alimento que nos da capacidad para ello: la Eucaristía. La Eucaristía, el "amor de los amores", (como
cantamos), nos va transformando en Jesús; va poniendo su gran Amor en lugar de nuestro pequeño amor, tantas veces mezclado con mezquindad; y la institución del Sacerdocio, para que ello sea posible. Lavatorio de los pies, mandamiento del amor mutuo, Eucaristía... pero para que nosotros pusiéramos las bases para algo más grande: su testamento. Eso ya no lo podíamos hacer nosotros con nuestras pobres fuerzas, pero sí teníamos que disponernos con esos prolegómenos. Por eso se lo pide al Padre. Es el centro del Evangelio, ("la perla preciosa", como decía Pablo VI). Y cinco veces lo repitió para que nos enteráramos bien: la Unidad. “Padre, que todos sean uno”. ¡Nada menos que el anticipo del cielo!: “Padre, que sean uno, como Tú en Mí y Yo en Ti!”.


Y saliendo de esa última Cena, Jesús se dirige al Huerto de los Olivos. Y allí Judas lo entrega, con el mayor gesto de cercanía
que es un beso. “Amigo, ¿qué quieres?”, le pregunta aún Jesús como dándole una última oportunidad... Pero la traición se consumó.

De niño me impresionaban esos Judas que esa noche aparecían en el pueblo, por ejemplo en la puerta de los Frías. De mayor, luego he pensado que tantas veces que no he vivido mi compromiso de cristiano cada día he sido alguien que también ha renegado del Maestro. Hay una canción de Luis-Alfredo que dice:

“¡Amigo, no lo juzgues!: ¡tú no eres quién!
¡Ni tú..., ni nadie!
Pero... mírate en el espejo: ¡quizá... te encuentres un aire!!
Y todos colaboramos en esta absurda traición
pues todos hicimos caso a aquel que nos engañó.
Y Cristo sufre la pena por nuestra redención.
¡Amigo, escucha si quieres!:
¡hay pocos Judas de nombre, hay muchos de corazón!
Como quiera que te llames... ¡apúntate la traición!”.

S. Pedro también lo negó tres veces: pero la diferencia con Judas, es que él se dejó mirar por Jesús, se arrepintió y lloró por ello después de cantar tres veces el gallo. Mirando la imagen de
Ntro. Padre Jesús de la Misericordia, me hace recordar ese corazón grande que siempre me tiende una nueva oportunidad a pesar de mis tropiezos, de mis pecados: tengo la oportunidad de cambiar mi traición “tipo Judas”, en arrepentimiento “tipo Pedro” ante su mirada de misericordia.

Y esa noche del primer Jueves Santo al primer Viernes Santo, Jesús la pasó traído y llevado de acá para allá, de un tribunal a otro. Del Sanedrín al Pretorio. Atado como un malhechor; la
imagen de Cristo de Medinaceli, de tanta veneración en S. Bernardo y en toda España, y la de Cristo de la Humildad nos lo recuerda: “como cordero llevado al matadero, -había dicho el profeta Isaías-, no habría su boca ni profería amenazas”. Ante nuestra prepotencia e intransigencia, el que recibió la mayor injusticia, ponía la otra mejilla; simplemente seguía amando a aquellos por los que había venido a entregar la vida.

Pero la imagen que de pequeño más atraía mis preguntas porque no comprendía era la del Stmo. Cristo de las Injurias. “Mamá, ¿por qué está así? ¿qué le pasa?”. Recuerdo la pregunta, aunque no la respuesta, pero puedo imaginarla: “lo azotaron y lo coronaron de espinas, y sufrió muchísimo para salvarnos; porque
nos quería y nos quiere hoy”. Una imagen parecida llevaba siempre consigo Sta. Teresa de Jesús y contemplando esas llagas externas del Señor, llegó a comprender el interno amor del Señor por ella y por todos, y la llevó a una conversión más definitiva, a una entrega más plena a Dios. En cambio yo...; yo con vergüenza tengo que recitar las palabras del poeta mirando esta imagen de Moharras y las anteriores:


¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí!; ¡qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía”!

¡Y cuántas, hermosura soberana:
“Mañana le abriremos”, respondía,
para lo mismo responder mañana!

lo mismo con la cruz a cuestas: ante la que yo tantos días me rebelo o llevo a regañadientes. Y Él la cargó en mi nombre, hace ya varios siglos, para dejar mis manos libres para hacer el bien que Él pide. 
Viendo la tradicional imagen de Jesús del Perdón, -distintos nombres para un mismo Corazón-, me anima a seguir a su lado. Y cuando tropiezo, Él en sus caídas me anima a recomenzar: es el secreto para ganar; volver a empezar de nuevo a amar, con más intensidad, a Dios y a los demás; sacando, como Él, fuerza de flaqueza para no quedarme tirado. Santo no es sólo el que nunca cae, sino el que siempre se levanta confiando en su mirada de amor.

La imagen de la Verónica. Sólo una mujer se atrevió a dar el paso hacia delante, en medio de la multitud; sin temor ni vergüenza al que dirán; sin preocuparse de que con ella pudieran hacer lo mismo. La veneración y el cariño por el Maestro eran
más fuertes. La tradición no nos dejó ni su nombre, pero en el paño quedó marcada la faz del Nazareno. Un auténtico retrato, un verdadero icono: y de ahí el nombre que le quedó: “vero icono” > Verónica. También para decirnos a nosotros que, no en un sudario, sino en nuestra alma y en nuestro comportamiento debemos y podemos ser verdadera imagen y reflejo del Señor. Otro “vero icono”, cada uno otra valiente Verónica.

Y llegando al lugar llamado la Calavera, lo crucificaron”. Cualquier imagen del crucificado siempre impresiona, por más que estemos los cristianos, por desgracia, “acostumbrados”. Pero la imagen tan lograda del Cristo de los mártires lo hace de una manera especial:

No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Podemos preguntarnos en qué momento nos amó más Jesús. Nos amó en todo momento con amor infinito: hecho niño en Belén y Nazaret; en la vida oculta y en su predicación y milagros. Pero el momento en el que más se notó ese amor infinito fue cuando más sufrió. ¿Y cuándo, pues? Sin duda en la cruz. Pero hubo aquel primer Viernes Santo algo más profundo que las heridas, algo peor que la misma muerte. Algo que se hace
presente cada día en lo que nos duele o nos entristece; en lo que no comprendemos o nos angustia. Una “llaga” en el alma, cuando Jesús desde la Cruz exclamó: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?. Jesús Abandonado es la máxima expresión del Amor. Y Él continuó amando: al Padre (“a tus manos encomiendo mi espíritu”) y a los demás (a su madre, para que no quedara sola; al buen ladrón; a los que le crucificaban, implorando su perdón). Nos dio así el secreto de la Vida, la llave para abrir toda puerta: transformar el dolor en amor. Continuar amando aún en la más negra oscuridad.

Y ante ese grito, María permanecía firme ante la cruz: la Dolorosa.

Dolorosa, de pie junto a la Cruz
Tú conoces nuestras penas,
penas de un pueblo que sufre:

Dolor de los cuerpos que sufren enfermos,
el hambre de gentes que no tienen pan,
silencio de aquellos que callan por miedo,
la pena del triste que están en soledad.

El llanto de aquellos que suman fracasos,
la cruz del soldado que mata el amor,
pobreza de muchos sin libro en las manos,
derechos del hombre truncados en flor.

La misma y única Virgen Madre, la definimos como Ntra. Sra. de las Angustias. Como la Piedad de Miguel Ángel, muestra esa serena desazón de ver al fruto de sus entrañas, al que había llevado dentro nueve meses y luego amamantado; al que había educado viéndolo crecer y luego seguido como la primera y más fiel discípula; ahora lo tiene en su regazo sin vida.

La misma y única Virgen Madre, que pierde al fruto de sus entrañas. La Soledad. Pero con su gesto nos enseña a “saber perder” a Dios por Dios: dijo su "sí" al Ángel, pareciendo que era contradictorio con la virginidad que Dios le pedía, y en sus purísimas entrañas engendró por obra del Espíritu Santo al Hijo eterno de Dios; ahora dice su “sí” perdiendo al hijo amado y le es sustituido por Juan. Para una madre hay algo peor que le arrebaten a su hijo; y es que se lo cambien por otro y tener que quererlo igual. Así María, con dolores "de parto", nos engendra a nosotros como hijos suyos.

La imagen de S. Juan, el único discípulo que permaneció cerca en las horas trágicas, nos recuerda que también nosotros, como él, hemos de llevar María a casa. Él, el discípulo amado, aquel que recostó su cabeza en el pecho del Maestro, tiene ahora
un encargo, y en él todos nosotros: “Ahí tienes a tu madre”. Quizá por estar tan cerca de la Madre, quizá por ser el Apóstol que más comprendió el amor verdadero, (cuando con las primeras luces del alba del tercer día resucite el Maestro), será aquel que más corra y llegue primero al sepulcro vacío: “entró: vio y creyó”. Pero no adelantemos acontecimientos todavía.

La imagen del Cristo Yacente en el Santo Sepulcro, que tanto nos impresionaba de chiquillos al entrar en S. Blas y al verla recorrer las calles en procesión, nos recuerda el misterio que va más allá de toda lógica: Dios inmortal, sin dejar de serlo, se ha
hecho hombre en todo como nosotros, pero sin pecado; con una naturaleza como la nuestra, incluso sujeta a la muerte. Dicen que el amor hacer locuras. ¡Locura de amor la de un Dios crucificado!; ¡locura de amor de un Dios muerto para hacerse cercano incluso a aquellos que no sólo tres días, sino siempre viven sin Él!


Somos invitados también nosotros a dejar que alguien mueva la piedra de nuestros corazones y deje el portillo abierto para que revivamos: “sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos”, dirá con el tiempo S. Juan.


Todo este recorrido por jueves, viernes y día del sábado, viene cruzado como trasversalmente por una virtud, de la cual, como fiel discípula hizo gala la madre. La misma y única Virgen Madre, la Esperanza, nos lo recuerda. Dicen que es lo último que se pierde: María no la perdió; ni la fe, ni la Caridad, que es la que permanece incluso después de esta vida, y como un título así la muestra
perennemente nuestra Patrona desde su Santuario todo el año para recordárnoslo.

Y ante todo esto, si los siglos y la historia pudieran hablar, estarían anhelantes por su culmen, por el desenlace. Centro de la historia, centro del año litúrgico: la Resurrección. En la Vigilia Pascual, la entrada solemne del Resucitado nos invade de gozo y nos hace
redescubrir que sólo tiene futuro y sentido un estilo de vida desarrollado como Jesús, con Él y por Él. Esa noche, la renovación de las promesas bautimasles, da sentido a toda una Cuaresma; nos hace sumergirnos en esa muerte y resurrección para ser en verdad, (más y mejor), hijos de Dios; hijos en el Hijo.

La procesión del Encuentro en la mañana de Resurrección nos invita a descubrirlo vivo con nosotros cada día y a encontrarnos

con ÉL. Nos invita a encontrarnos nosotros en aquel mutuo amor y aquella unidad que ÉL pidió, y juntarnos desde todos los puntos cardinales, desde las tres parroquias. Misterio que debemos... ¡podemos!... hacer realidad cada día en cualquier lugar donde nos encontremos dos o más unidos en su nombre, es decir, en ese amor dispuesto a dar la vida recíprocamente y gozar así de su presencia viva reconocida por las huellas de paz, alegría y gana de entrega que deja.

Recuerdo todas estas imágenes en los imponentes desfiles procesionales. De niño viéndolas desde las aceras y tratando de descubrir entre los “nazarenos” de la Dolorosa a mi padre, al tío Agustín, al primo Juan (que acaba de dejarnos) y a los demás de la familia; y luego, ya con catorce años “procesionando” yo entre ellos, tratando de que no fuera algo intrascendente, sino algo serio y digno del mayor respeto. Los recorridos de las procesiones de Semana Santa, con todos sus pasos, llevando por las calles, ayer como hoy, estos perennes misterios de manera plástica, manifiestan a los devotos y a los simples curiosos que hay algo más, ¡que hay Alguien más!, que más allá de nuestra indiferencia, olvido o infidelidad, siempre permanece fiel amándonos hasta el extremo cada instante de nuestras vidas.

Gracias por vuestra atención. Perdonad si en estos recuerdos de infancia y juventud y en estas reflexiones y vivencias de años posteriores me he alargado. Simplemente he querido ofreceros gratis lo que gratis voy recibiendo.

Como pregonero oficial, anuncio que con las primeras vísperas de Domingo de Ramos de esta tarde ha empezado y quedado inaugurada la Semana Grande de la fe, la Semana Santa. 

Que este amor eterno e infinito por nosotros de todo un Dios, no quede perdido. Que cada año Semana Santa no sea un año más ni una semana más.

Francisco-Tomás Tomás Rodríguez
Pregón para la Semana Santa 2003
Villarrobledo (Albacete)
Parroquia de S. Blas

No hay comentarios:

Publicar un comentario