lunes, 17 de febrero de 2014

YO DIGO AL SEÑOR: "TÚ, MI BIEN"

“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. 
Para ello, en el estupendo comentario Chiara Lubich sugiere repetir de corazón: 
“Tú, Señor, eres mi único Bien”. 
Te ofrezco otro texto de ella abundando preciosamente en el tema:
NUESTRO 

ÚNICO BIEN 

Lo que caracteriza y hace fecunda nuestra evangelización es el hecho de que hacemos preceder el testimonio a la palabra; que el «hablar» debe seguir a nuestro «ser». Al mismo tiempo, hemos comprendido que, debido al camino comunitario que seguimos, el mismo «hablar» es parte del «ser». Nosotros somos realmente los que debemos ser también si comunicamos. Y es esta conciencia la que nos ha proyectado siempre hacia el prójimo, y nos ha hecho aprovechar innumerables ocasiones para dar a Dios a las personas.

Pero hay un punto, una piedra, sobre la que se debe apoyar todo, de manera que nuestro evangelizar, que es también comunicar, sea auténtico, un compromiso prioritario e imprescindible para que todo el edificio de nuestra, evangelización se apoye sobre cimientos seguros.

Santa Teresa de Lisieux decía que es mejor hablar «con Dios» que hablar «de Dios», porque en las conversaciones con los  demás se puede introducir siempre el amor propio.

Y es cierto. Pero, porque la nuestra es una espiritualidad comunitaria, nosotros debemos también hablar «de Dios». Naturalmente debemos también hablar «con Dios», debemos, antes de nada, amar a Dios con ese amor que es la base de nuestra vida, y por tanto también de nuestra evangelización, y que se exterioriza en la oración o en la actuación de su voluntad.

Por tanto, hablar con el prójimo, aprovechar cada ocasión para evangelizar, pero hablar, antes de nada, con Dios.

Hablar con Dios, ¿cómo?

Realizando, cada vez mejor, las prácticas de piedad, pero también verificando, durante el día, por medio de alguna
 brevísima oración, si nuestro corazón está realmente orientado hacia Él, si es Él el Ideal de nuestra vida; si reina en nosotros, en todo nuestro ser como verdadero rey; si lo ponemos realmente en el primer lugar de nuestro corazón; si lo amamos sinceramente con todo nuestro ser.

Me refiero a esas orientaciones rápidas que la Iglesia aconseja especialmente a los que están en medio del mundo y no tienen tiempo de rezar mucho. Son como flechas de amor que parten de nuestro corazón hacia Dios; como dardos de fuego: las llamadas «jaculatorias», que etimológicamente significan precisamente dardos, flechas. Estas sirven magníficamente para enderezar el corazón hacia Dios.

En la liturgia de la Misa hay un versículo que se puede considerar como una jaculatoria, muy bonito. Dice: «Tú eres, Señor, mi único bien» (cfr. Sal 16, 2).

Trataremos de repetirlo durante el día, sobre todo cuando los apegos de vario tipo quieran arrastrar nuestro corazón detrás
 de cosas, de personas o de nosotros mismos. Digamos: «Tú eres, Señor, mi único bien», no esa cosa, no esa persona, no yo mismo; «Tú eres mi único bien», ninguna otra cosa. Esto es lo que quiero y vuelvo a elegir ahora: «Tú, mi único bien».

Tratemos de repetirlo cuando la agitación o la prisa nos llevaría a hacer mal la voluntad de Dios del presente: «Tú eres, Señor, mi único bien, por tanto mi bien es tu voluntad, no lo que yo quiero».

Cuando la curiosidad o las ganas de consolación, nos lleve a
 querer conocer con anticipación a personas o cosas, «Tú eres, Señor mi único bien, no aquello de lo que mi avidez y mi orgullo querrían saciarme».

Tratemos de repetirlo frecuentemente y así nos sentiremos unidos a Dios y llenos de Él y pondremos y volveremos a poner la base de nuestro verdadero ser, de nuestro testimonio necesario, primer acto de evangelización. De esta manera todo irá bien en la vida, en el sentido justo.

Entonces, cuando hablemos, no diremos sólo palabras, o peor, habladurías, sino que serán dardos sobre las almas para que se abran al amor, para que acojan a Jesús.

Probemos. Descubriremos que esas pocas palabras, («Tú eres, Señor, mi único bien»), han sido una medicina para vuestra alma, un tónico; como diría Santa Catalina de Siena: «Han hecho que nuestra alma sea una lámpara derecha».
«Tú eres, Señor, mi único bien».


CHIARA LUBICH, Nuestro único Bien, en Revista "Ciudad Nueva", Madrid, mayo 1992, pág. 26-27.

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