La Palabra de Vida de este mes invita:
“Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.
Para ello, en el estupendo comentario Chiara Lubich sugiere repetir de corazón:
“Tú, Señor, eres mi único Bien”.
Te
ofrezco otro texto de ella abundando preciosamente en el tema:
NUESTRO
ÚNICO BIEN
Lo que caracteriza y hace fecunda
nuestra evangelización
es el hecho de que hacemos preceder el testimonio a la palabra; que el «hablar» debe
seguir a nuestro «ser». Al mismo tiempo, hemos comprendido que,
debido al camino comunitario que seguimos, el mismo «hablar» es parte del «ser». Nosotros somos realmente
los que debemos ser también si comunicamos. Y es esta conciencia la
que nos ha proyectado siempre hacia el prójimo, y nos ha hecho aprovechar
innumerables ocasiones para dar a Dios a las personas.
Pero hay un punto, una piedra,
sobre la que se debe apoyar todo, de manera que nuestro evangelizar, que es también
comunicar, sea auténtico, un compromiso prioritario e imprescindible
para que todo el edificio de nuestra, evangelización se apoye sobre cimientos
seguros.
Santa Teresa de Lisieux decía
que es mejor
hablar «con Dios» que hablar «de Dios», porque en las conversaciones
con los demás se puede introducir siempre el amor propio.
Y es cierto. Pero,
porque la nuestra es una espiritualidad comunitaria, nosotros debemos también
hablar «de Dios». Naturalmente debemos también hablar «con Dios»,
debemos, antes
de nada, amar a Dios con ese amor que es la base de nuestra vida, y
por tanto también de nuestra evangelización, y que se exterioriza en la oración
o en la actuación de su voluntad.
Por tanto, hablar con el
prójimo, aprovechar cada ocasión para evangelizar, pero hablar, antes de nada,
con Dios.
Hablar con Dios, ¿cómo?
Realizando, cada vez mejor, las
prácticas de piedad, pero también verificando, durante el día, por medio de alguna
brevísima oración, si nuestro corazón está realmente orientado hacia Él,
si es Él el Ideal de nuestra vida; si reina en nosotros, en todo nuestro ser como verdadero
rey; si lo ponemos realmente en el primer lugar de nuestro corazón; si lo
amamos sinceramente con todo nuestro ser.
Me refiero a esas orientaciones
rápidas que la Iglesia
aconseja especialmente a los que están en medio del mundo y no tienen tiempo de
rezar mucho. Son como flechas de amor que parten de nuestro corazón hacia Dios;
como dardos de fuego: las llamadas «jaculatorias», que etimológicamente
significan precisamente dardos, flechas. Estas sirven magníficamente para enderezar el
corazón hacia Dios.
En la liturgia de la Misa hay un versículo que se
puede considerar como una jaculatoria, muy bonito. Dice: «Tú
eres, Señor, mi único bien» (cfr. Sal 16, 2).
Trataremos de repetirlo durante
el día, sobre todo cuando los apegos de vario tipo quieran arrastrar
nuestro corazón detrás
de cosas, de personas o de nosotros mismos. Digamos: «Tú eres, Señor, mi único bien», no esa
cosa, no esa persona, no yo mismo; «Tú eres mi único bien», ninguna otra cosa. Esto es lo que quiero y vuelvo a elegir ahora:
«Tú, mi único bien».
Tratemos de repetirlo cuando la agitación o la prisa nos
llevaría a hacer mal la voluntad de Dios del presente: «Tú eres,
Señor, mi único bien, por tanto mi bien es tu voluntad, no lo que yo quiero».
Cuando la curiosidad o las ganas
de consolación, nos lleve a
querer conocer con anticipación a personas o cosas,
«Tú eres, Señor mi único bien, no aquello de lo que mi avidez y mi orgullo
querrían saciarme».
Tratemos de repetirlo frecuentemente y así nos sentiremos
unidos a Dios y llenos de Él y pondremos y volveremos a poner la
base de nuestro verdadero ser, de nuestro testimonio necesario, primer acto de
evangelización. De esta manera todo irá bien en la vida, en el sentido justo.
Entonces, cuando hablemos, no diremos sólo palabras, o peor, habladurías, sino que serán dardos
sobre las almas para que se abran al amor, para que acojan a Jesús.
Probemos. Descubriremos que esas
pocas palabras, («Tú eres, Señor, mi
único bien»), han sido una medicina para vuestra alma, un tónico; como
diría Santa Catalina de Siena: «Han hecho
que nuestra alma sea una lámpara derecha».
«Tú eres, Señor, mi único bien».
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