Todos lo conocíamos como "Chiaretto", el "nombre nuevo" que le había dado la misma Chiara Lubich porque advirtió que el Carisma que Dios le había otorgado a ella, resonaba en él como si fuera ella misma e intuyó que sería él el principal artífice que lo concretara y plasmara en la sociedad civil y en la Iglesia.
Además del ofrecimiento de la Santa Misa en distintas ciudades del mundo en sufragio por su alma y agradeciendo a Dios por su vida, entrega y sabiduría, valga también como pequeño homenaje este breve tema que hace años traduje del italiano, (¡y qué tanto bien me ha hecho a mí y a cuantos lo han leído y meditado!), para la colección "Cuadernos Abbá".
Nuova Umanità
XXII (2000/5) 131, pp. 631-636
Orar no
consiste, propiamente, en el hecho de dedicar algún tiempo, durante el día, a
la meditación o a leer algún pasaje de la Sagrada Escritura
o de textos de los santos, o de tratar de pensar en Dios o en uno mismo para
una reforma interior. Esto no es hacer oración en su esencia.
Tampoco recitar el rosario o las oraciones de la mañana o de la tarde.
Una persona puede hacer estas cosas durante todo el día y no haber hecho
oración ni un minuto.
La oración verdadera exige sobretodo una relación con Jesús: ir con el
espíritu más allá de nuestra condición humana, de nuestras ocupaciones, de
nuestras oraciones, aunque bellas y necesarias, y establecer esta relación
íntima, personal con Él.
Es
indispensable que hagamos el extraordinario descubrimiento de que Jesús nos ama
y nos llama. ¿Qué es en el fondo la “vocación”? Ha sido descrita claramente en
la forma más
bella en el encuentro de Jesús con el joven rico. Dice el
Evangelio de Marcos: «Jesús, fijando en él su mirada, lo amó y le dijo: anda,
cuanto tienes véndelo... ven y sígueme»[2].
Jesús tiene esta mirada para cada uno de nosotros y nos ama, y nosotros
sentimos ese amor suyo y podemos decidirnos a seguirlo. La vida de oración, en
su esencia, consiste en mantener esta relación filial y fraterna con Jesús todo
el día, todos los días. La oración es relacionarse con Él y escuchar
silenciosamente lo que nos dice.
La forma
sustancial
Esta relación
entre nosotros y Jesús se instaura si conseguimos hacer “la elección de Dios”,
que consiste en ponerlo a Él en el primer lugar de toda nuestra existencia, en
todas nuestras acciones. Entonces las oraciones pueden convertirse en
“oración”, la forma sustancial de oración, ya que en ella se expresa profundamente
el ser humano en su relación con Jesús.
Los modos pueden ser muchos. Un tipo de “oración mental” es la
meditación, que se hace siguiendo diversos métodos. Uno de los más sencillos es
la lectura lenta y meditativa de la Sagrada Escritura
o de escritos de santos. Pero más allá del método con el que se hace, la
meditación debe ser una ocasión para encontrar un momento de quietud, de
tranquilidad con Jesús. Puede suceder que durante este momento nos vengan a la
mente preocupaciones. Entonces hablamos con Jesús diciéndole: “Ocúpate Tú, yo
no puedo hacer nada, sólo puedo hablar contigo de ello”. Y ésta podríamos
llamarla “oración de petición”.
Pero en su sustancia, incluso cuando es “de petición”, la oración es
siempre de abandono: también cuando pedimos algo, nos abandonamos a lo que
Jesús quiere; si hay experiencias dolorosas, en nuestra vida o en la de las
personas queridas, hablamos con Él
con toda tranquilidad, porque sabemos que
nos ama y ama a todas las personas mucho más que nosotros.
Ciertamente la
oración más bella es la de quien sabe que Jesús conoce nuestros problemas,
nuestras dificultades, las cosas de las que tenemos necesidad (dice el
Evangelio: «vuestro Padre sabe lo que necesitáis»[3]),
y se abandona precisamente hablando con Jesús en un estado de donación, de
total entrega, de alegría por el encuentro que se puede tener con Él. Es un
decir a Jesús, (y en Él a la Santísima Trinidad ): “Tú sabes todas las
dificultades que tengo, conoces mis miserias, mi poca fe, mis faltas, los
dolores y dificultades que encuentro en la vida; ahora quiero estar contigo y
contemplarte”.
El retorno a
casa
Es el momento
en el cual se sale de toda la realidad contingente que nos fatiga y nos hace
sufrir, para entrar en contacto con Él, para encontrarlo a Él, para vivir en
nuestra casa. La casa de cada uno de nosotros, de hecho, es la Trinidad , el Padre, el
Hijo, el Espíritu Santo, y en ellos María y todos los santos. Y nosotros que
vivimos sumergidos en un mundo que nos parece real, pero que es aparente,
finalmente
volvemos a casa, a nuestro verdadero mundo, el mundo de
Esta contemplación no quiere decir evasión de la vida concreta, sino
que es la verdadera vida, por la cual podemos afrontar cristianamente la
realidad concreta de todos los días, con sus pormenores, sus tribulaciones, el
cansancio físico o nervioso, con todos los problemas que puedo y sé afrontar
justo porque finalmente he vivido durante un poco de tiempo, durante media
hora, en la meditación, mi verdadera vida: este diálogo con Jesús.
El silencio
interior
En este
encuentro Él me habla; y a menudo es difícil saberlo escuchar porque estamos
trastornados por el ruido de las cosas de cada día que buscan meterse incluso
en este tiempo dedicado a la contemplación. Pero tenemos que acostumbrarnos a
escucharlo, porque Él nos habla siempre. No se trata de realizar un silencio
exterior, sino de lograr silencio interior, es decir, el dominio (relativo
siempre a nuestra condición humana) de todas nuestras pasiones (en el sentido
no sólo negativo del término), de todas nuestras agitaciones, de todas las
presiones psicológicas internas: es un ir más allá de todo esto para escuchar a
Jesús que nos habla.
Su voz es sutilísima. Es necesario verdaderamente un silencio interior
para acogerla (y la meditación nos ofrece la ocasión para un silencio exterior,
que es símbolo del interior necesario para escuchar a Jesús). Él nos dice
siempre cosas fundamentales. Nos dice, cuando estamos turbados o preocupados
por los problemas de la vida: “No temáis, soy Yo”[4].
Nos dice: “No temáis, Yo he vencido al mundo”[5].
Nos dice: “Yo estoy con vosotros”[6].
Jesús se presenta a sí mismo como modelo, su vida como modelo para la
nuestra. Una vida hecha también de éxitos humanos, de milagros, pero concluida
con un aparente fracaso total, en la cruz. Los romanos no sabían ni siquiera
quién era; de entre sus correligionarios los israelitas, algunos pensaban que
era Elías, u otro profeta...
Y cuando
nosotros le decimos: “Jesús, me ha ido mal esta cosa, me va mal esta otra”, Él
nos responde: “Yo he gritado ‘¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?’[7].
Esta es la meta que te presento. De lo demás me ocuparé Yo; no es importante el
éxito o el fracaso, lo importante para ti es mantenerte en esta relación
conmigo”.
Estos son sólo
algunos ejemplos de lo que el Señor nos dice para llevarnos más allá de la
cotidianeidad de nuestra existencia, para hacernos vivir en el mundo eterno. Y
alguna vez hace también milagros en este coloquio que podemos tener con Él. A
este respecto, ¿quién no recuerda el episodio de la mujer que perdía sangre y
estaba en medio de una muchedumbre que no le permitía llegar hasta Jesús para
que la curara? Esta mujer pensaba: “Si pudiese al menos tocar el borde de su
vestido, me curaría”. Se adelanta y consigue tocarlo con fe, con amor, y queda
curada. Y Jesús siente que ha salido de Él una fuerza y le dice a los apóstoles:
“¿Quién me ha tocado?”. Los apóstoles le responden: “Señor, ves cómo la gente
te apretuja y dices: ‘¿quién me ha tocado?’”[8].
Muchos le habían “rezado”, pero una sola encontró el modo de hablarle, había
encontrado la “oración”, y Jesús había sentido que una fuerza había salido de
Él por aquella oración humilde, silenciosa, llena de fe y de abandono.
La oración que
nos transforma
Si oramos con esta fe, los demás nos encontrarán serenos, porque
tenemos una paz que va más allá de los sufrimientos, aunque suframos como todas
las personas de este mundo. Y sienten la alegría de estar con nosotros, aquella
alegría que Jesús dice que el mundo no sabe dar, porque llevamos en nuestro
corazón un pedacito de aquel Cielo en el que hemos vivido durante el tiempo de
oración.
Todo el mundo
tiene sed de Dios, y si nosotros no conseguimos calmarla es porque le damos
sólo nuestras palabras, que “hablan” de Dios. En cambio el mundo tiene
necesidad de Dios, incluso sin nuestras palabras y sin que se hable de Él. Esto
lo conseguimos si en la escucha de su llamada permanecemos en un continuo
coloquio con Él.
A veces hoy se
minusvalora la ‘oración vocal’, porque se piensa que la ‘mental’ es más
importante. Sin embargo, lo que importa es la relación con Dios, que puedo encontrar
tanto en la oración mental como en la vocal, en las jaculatorias, en el
rosario, en todas las formas de piedad más populares y sencillas, demasiado
sencillas para nuestra soberbia, pero que en realidad son todas ocasiones para
entrar en contacto con Dios. Una relación que, naturalmente, no nace en la
oración si no nace en la vida. Es decir, no se puede “orar” si no se tiene una
vida completamente asentada en Dios.
La realidad más
bella
Si tenemos esta
relación auténtica con Jesús, la oración se convierte en la cosa más bonita y
viva de la jornada. Se convierte para nosotros en una fuente de agua viva, como
dice Jesús: «el que crea en mí ... de su seno correrán ríos de agua viva»[9].
Nuestra actitud debe ser de paz radical y total: tenemos que lograr
esa plenitud humana que sólo Dios nos puede dar, y que irradia la paz y la
serenidad a nuestro alrededor. Por esto –repito- la oración es el momento más
bello del día; porque es el único momento en el que volvemos a casa: salimos
lentamente del mundo que nos circunda aun permaneciendo dentro del mundo; es el
momento en el cual hablamos con Jesús, tenemos esta relación con Él. Un hablar
que no está hecho de palabras, como Él dice: «cuando oréis, no empleéis muchas
palabras»[10].
Es una relación de amor profundo, de petición profunda, de abandono
profundo al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, con la ayuda de María que
–como en las bodas de Caná– habla por nosotros cuando nosotros no sabemos
hacerlo. Esta es nuestra verdadera vida. Nosotros hemos sido llamados a vivir
en el seno del Padre. Nuestra verdadera vocación es seguir a Jesús y vivir en
esta familia divina. La oración no es otra cosa que el hablar en casa,
en nuestra verdadera casa.
Esta quiere y debe ser nuestra oración. Y lo será con seguridad si
nuestra vida la vivimos totalmente para Dios.
PASQUALE FORESI
[11]
[1] Este artículo de la revista Nuova Umanità se
encuentra traducido al español en Cuadernos Abbá/5, Ed. Ciudad Nueva
Madrid, 2002.
[2] Cfr. Mc 10, 21
[3] Mt 6, 8.
[4] Cfr.
Mc 6, 50; Mt 14, 27; Jn 6, 20.
[5] Cfr.
Jn 16, 33.
[6] Cfr.
Mt 28, 20.
[7] Cfr.
Mc 15, 34; Mt 27, 46.
[8] Cfr.
Mc 5, 25-31.
[9] Jn
7, 38.
[10] Cfr.
Mt 6, 7.
[11] Chiara Lubich (1920-2008),
fundadora de la “Obra de María” o “Movimiento de los Focolares”, considera
cofundadores a Igino
Giordani (primer focolarino casado), a Pasquale Foresi
(primer focolarino sacerdote) y a Klaus Hemmerle (filósofo y teólogo, luego
Obispo de Aquisgrán).
Gracias Paco Tomás. Es estupendo. Y el Blog también.
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