PALABRA DE VIDA abril 2021
«Yo soy el buen pastor.
El buen pastor da la vida por sus
ovejas»
(Jn 10,
11)
Las imágenes de la cultura bíblica, con el ritmo tranquilo de la vida
nómada y el pastoreo, parecen alejadas de nuestra exigencia diaria de
eficiencia y competitividad. Y sin embargo, a veces también hoy sentimos la necesidad de
pararnos, de un lugar donde descansar, de encontrarnos con alguien que nos acoja
tal como somos.
Jesús se presenta como aquel que está más dispuesto
que ningún otro a acogernos, a confortarnos, incluso a dar la vida por cada uno de nosotros.
En el largo pasaje del Evangelio de Juan del que está sacada esta Palabra
de vida, Jesús nos asegura que Él es la presencia de Dios en la historia de cada persona,
como prometió a Israel por boca de los profetas (cf. Ez 34, 24-31).
Jesús es el pastor, el guía que conoce y ama a sus ovejas, es decir, a su
pueblo cansado y a veces desorientado. No es un extraño que ignora las
necesidades del rebaño, ni un ladrón que viene a robar, o un bandido que mata o
dispersa, y tampoco un mercenario, que solo actúa por interés.
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida
por sus ovejas».
El rebaño que Jesús siente como suyo lo forman ciertamente sus discípulos,
todos los que han recibido el don del bautismo, pero no solo ellos. Él conoce a
cada criatura humana, la llama por su nombre y cuida de cada uno con ternura.
Él es el verdadero pastor, que no solo nos guía hacia la vida, no solo viene a buscarnos
cada vez que nos extraviamos (cf.
Lc 15, 3-7; Mt 18, 12-14), sino que ya dio la vida para cumplir
la voluntad del Padre, que es la plena comunión personal con Él y la
reconquista de la fraternidad entre nosotros, herida de muerte por el pecado.
Cada uno puede tratar
de reconocer la voz de Dios; oír
su palabra, que le dirige personalmente, y seguirla con confianza. Sobre todo
podemos tener la certeza de que quien nos ama, nos comprende y nos perdona incondicionalmente
es aquel que nos asegura:
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da la vida
por sus ovejas».
Cuando experimentamos, al menos un poco, esta presencia silenciosa pero poderosa en
nuestra vida, se enciende en el corazón el deseo de compartirla,
de acrecentar
nuestra capacidad de cuidar y acoger a los demás. A ejemplo de
Jesús, podemos
tratar de conocer mejor a las personas de
la familia, al compañero de trabajo o a los vecinos, y dejar que las exigencias de quienes
tenemos cerca nos saquen de nuestra comodidad.
Podemos desarrollar la
inventiva del amor, involucrando a otros y dejándonos involucrar. A
pequeña escala, podemos contribuir a construir comunidades fraternas y
abiertas, capaces de acompañar con paciencia y resolución el camino de muchas
personas.
Meditando sobre esta misma frase del Evangelio, Chiara Lubich escribió:
«Jesús dirá abiertamente de sí mismo: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos” (Jn 15, 13). Y Él lleva hasta el final su
ofrecimiento. Su amor es un amor oblativo, es decir, un amor dispuesto
efectivamente a ofrecerse, a dar la vida. […] Dios nos pide también a nosotros […] actos de amor que tengan la medida de su amor, al menos
en la intención y en la decisión. […] Solo un amor así es un amor
cristiano: no un amor cualquiera, no una pátina de amor, sino un amor tan
grande que pone en juego la vida. […] De este modo nuestra vida de cristianos
dará un salto de calidad, un gran salto de calidad. Y entonces veremos reunirse
en torno a Jesús, atraídos por su voz, a hombres y mujeres de todos los
rincones de la tierra»[1].
LETIZIA MAGRI
[1] C. Lubich, Palabra de vida, abril 1997, en Ead., Palabras de vida/2 (1991-2006),
Ciudad Nueva, Madrid 2021, pp. xx (publicación prevista en los próximos meses).
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