PALABRA DE VIDA mayo
2015
«Pero Dios,
rico en misericordia,
por el gran
amor con que nos amó,
estando
nosotros muertos por los pecados,
nos ha hecho
revivir con Cristo»
(Ef
2, 4-5)
Cuando el Señor se apareció a
Moisés en el Monte Sinaí, proclamó su propia identidad llamándose «Señor, Señor, Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Para indicar la naturaleza de este
amor de misericordia, la Biblia hebrea utiliza una palabra, raḥămîm, que se refiere al vientre materno, el lugar de
donde proviene la vida. Al darse a conocer como «misericordioso», Dios muestra la
solicitud que tiene por toda criatura suya, semejante a la de una madre por su
niño: lo quiere, está cerca de él, lo protege, se preocupa de él. La
Biblia usa también otro término, ḥesed,
para expresar otros aspectos del amor-misericordia: fidelidad, benevolencia,
bondad, solidaridad.
También María canta en su Magníficat a la misericordia del
Omnipotente, que se extiende de generación en generación (cf. Lc 1, 50).
El propio Jesús nos habló del amor de Dios,
a quien reveló como un «Padre» cercano y atento a cualquier necesidad nuestra,
dispuesto a perdonar, a dar todo aquello que necesitemos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos y
manda la lluvia a justos e injustos» (Mt
5, 45). Su amor es en verdad «rico» y «grande», tal como lo describe la
carta a los Efesios, de la que está tomada la palabra de vida:
«Pero Dios,
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros
muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo».
Pablo casi grita de alegría al
contemplar la acción extraordinaria que Dios ha cumplido con nosotros: estábamos muertos
y nos ha hecho revivir, dándonos una nueva vida.
La frase comienza con un «pero» para indicar el
contraste con lo que Pablo había observado anteriormente: la condición
trágica de la humanidad, abrumada por culpas y pecados, prisionera de
deseos egoístas y malvados, bajo el influjo de las fuerzas del mal,
en abierta rebelión contra Dios. En esta situación merecería que se
desencadenase su ira (cf. Ef 2, 1-3).
Pero Dios,
en lugar de castigar –y de ahí el gran estupor de Pablo– le da vida:
no se deja guiar por la ira, sino por la misericordia y el amor.
Jesús ya había revelado este
actuar de Dios al relatar la parábola del padre de los dos hijos que recibe
con los brazos
abiertos al más joven, sumido en una vida inhumana. Y lo mismo con la parábola del buen pastor que va a buscar a la oveja perdida y se la carga sobre los hombros para llevarla de nuevo a casa; o la del buen samaritano, que le cura las heridas al hombre que había caído en manos de unos bandidos (cf. Lc 15, 11-32; 3-7; 10, 30-37).
abiertos al más joven, sumido en una vida inhumana. Y lo mismo con la parábola del buen pastor que va a buscar a la oveja perdida y se la carga sobre los hombros para llevarla de nuevo a casa; o la del buen samaritano, que le cura las heridas al hombre que había caído en manos de unos bandidos (cf. Lc 15, 11-32; 3-7; 10, 30-37).
Dios, Padre misericordioso,
simbolizado en las parábolas, no solo nos ha perdonado, sino que nos ha dado la misma
vida de su hijo Jesús, nos ha dado la plenitud de la vida divina.
De ahí el himno de gratitud:
«Pero Dios,
rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros
muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo».
Esta palabra de vida debería
suscitar en nosotros la misma alegría y gratitud que en Pablo y en
la primera comunidad cristiana. Dios también se muestra «rico en misericordia»
y «grande en el amor» por cada uno de nosotros, dispuesto a perdonar y a
devolvernos la confianza. No hay situación de pecado, de dolor o de soledad en la
que Él no se haga presente, no se ponga a nuestro lado para
acompañarnos en nuestro camino, no nos dé confianza, la posibilidad
de rehacernos y
la fuerza para volver a empezar siempre.
El 17 de marzo de hace dos años,
en su primer Angelus, el papa
Francisco comenzó a hablar de la misericordia de Dios, un tema que luego se ha
hecho habitual en él. En aquella ocasión dijo: «El rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene
paciencia… nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos…».
Y concluyó aquel breve saludo recordando que «Él es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso
con todos nosotros. Aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos».
Esta última indicación nos
sugiere un modo concreto de vivir la Palabra de vida.
Si Dios con nosotros es rico en
misericordia y grande en el amor, también nosotros estamos llamados a ser
misericordiosos con los demás. Si Él ama a personas malas, que son sus enemigas,
también
nosotros tendremos que aprender a amar a quienes no son «amables», incluidos
los enemigos. ¿No nos dijo Jesús: «Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7)? ¿No nos pidió que fuésemos «misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso» (Lc 6, 36)?
También Pablo invitaba a sus comunidades, elegidas y amadas por Dios, a
revestirse «de compasión entrañable,
bondad, humildad, mansedumbre y paciencia» (Col 3, 12).
Si hemos creído en el amor de Dios, también nosotros
podremos amar a nuestra vez con ese amor que hace suya cualquier situación de
dolor y de necesidad, que todo lo excusa, que protege, que sabe ocuparse.
Viviendo así podremos ser testigos del amor de Dios
y ayudar a todos aquellos con quienes nos encontremos a descubrir
que, también con ellos, Dios es rico en misericordia y grande en el amor.
Fabio Ciardi, o.m.i.
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