A las puertas ya de la Semana Santa, te ofrezco el pregón que hace unos años pronuncié en mi pueblo, con la esperanza de que a todos ayude a vivirla como lo que es.
PREGÓN DE SEMANA SANTA
Hace unos días recibí noticias sobre un sacerdote amigo mío, Nelson Gómez, (pocos años mayor que yo, aunque de apariencia más joven por su corta estatura y
por la limpieza de su continua sonrisa); me contaban que el 22 de marzo en
Colombia había tenido ladrones en su parroquia, allí en la ciudad de Armenia,
la que sufrió el terremoto hace unos años y a la que él tanto ayudó en su
reconstrucción. Los ladrones le habían encerrado y atado a él y al sacristán en
los aseos. Los vecinos habían visto algo y avisaron a su hermano, casado, que
se acercó a ver qué pasaba. Al darse cuenta los ladrones se enfrentaron con él
y ya le iban a disparar, cuando Nelson, mi amigo, había logrado escaparse y
tuvo el tiempo justo de interponerse ante las balas dirigidas a su hermano. Ha
muerto por preservar la vida de su hermano.
Eso es lo que ha hecho Jesús por cada uno de nosotros: interponerse para
que nosotros tengamos vida. Eso es lo que recordamos, celebramos y vivimos cada
domingo en la Misa, pero
sobre todo más extensamente cada año en Semana Santa:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todo el que crea en Él
tenga vida eterna”; “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus
amigos”, había dicho el mismo Jesús.
Queridos paisanos y amigos de Villarrobledo; queridos “conciudadanos”,
como así me habéis llamado en el programa de Semana Santa;
queridos
sacerdotes y diáconos,
y
directivas y representantes de las Hermandades,
Excmo. Sr.
Alcalde y autoridades.
Aunque mejor
diríamos, y más en estos días, queridos hermanos en Jesús, en este Jesús que se
ha ofrecido en rescate de amor por todos y cada uno para que en nuestra vida
encontremos Vida eterna.
Es una
alegría inmensa poder estar con vosotros aquí esta tarde. Es, a la vez, una
responsabilidad tremenda tratar de establecer un pórtico digno que nos
introduzca en la Semana Grande de la fe cristiana. Pido por ello no vuestra
benevolencia simplemente, ni vuestra alegría de escuchar a un paisano y
conocido, sino que
pido ese amor cristiano que debe movernos en cada cosa,
incluso en el simple escuchar. Sólo así seremos -el que habla y los que
atendéis- dignos de traer a la mente y al corazón a aquel que “pasó haciendo el
bien”, a aquel que entregó hasta el último aliento por amor al Padre y a
nosotros.
En el año 82 fue la última Semana Santa que viví entre vosotros como
seglar, antes de que Dios me llamase por caminos que ni se me habían pasado por
la imaginación. Eso sí, un año volví a celebrarla con vosotros: en el 89, como
diácono, unos meses antes de ser ordenado sacerdote.
Pero la Semana Santa del pueblo de uno siempre permanece en el recuerdo
cariñoso y en el corazón. Ciertamente espero haber avanzado en la comprensión
del misterio, en la vivencia interior de cada una de las realidades que se
vuelven a hacer presentes en cada celebración litúrgica; espero haber crecido
en ser (para eso celebramos la Semana Santa) cristiano, otro Jesús, que en cada
detalle está dispuesto a dar la vida como Él. Pero también es cierto que
aquellos recuerdos de niñez y juventud, permanecen en el alma.
Buceando en esos más tiernos recuerdos de cuando tenía... ¿cinco, seis,
años? No sé. Si sé que llegando la primavera, unos ensayos de tambores y
cornetas, unos ritmos marcados, sobre todo en los atardeceres, anunciaban algo
importante, algo inusual el resto del año. Y verdaderamente no es algo usual,
algo que alcance la lógica humana, el que todo un Dios, el Hijo eterno del
Padre, se haga hombre en todo como nosotros, pero sin pecado, para enseñarnos
en su propia carne a cada hombre y a toda la humanidad a vivir al estilo
divino, al estilo del cielo, cada una de nuestras humanas realidades, incluso
las más incomprensibles como son el dolor y la muerte.
Recuerdo que en la casa de mis abuelos Tomás e Iluminada, los “yayos” como
les decíamos nosotros, se veían por distintos rincones, muchas túnicas y mantos
de los “nazarenos” de la
Dolorosa, algún uniforme o gorro de los “granaderos” o
alguno de sus tambores o trompetas que nos comía a los nietos de curiosidad y
nos atraían, tanto más cuanto que no nos dejaban tocarlos.
Recuerdo la ilusión del domingo de Ramos en que nos despertábamos queriendo ya salir a la calle a
ver si pasaba la
imagen de Jesús montado en el borriquillo, custodiada en la
ermita de La Soledad, tan cerca de nuestra casa en el Corredero. Y la procesión
con ramos y palmas, tan fuera de lo corriente. Aquello nos llamaba la atención
por entonces a mí y a mis hermanos. Hoy me llama la atención aquella gente de
la Jerusalén de aquel tiempo, que salía a recibir al Maestro que humilde
entraba a lomos de un asno, con alegría: “¡bendito el que viene en nombre del
Señor!”, “¡hosanna al rey de Israel!”; y esas mismas gargantas jubilosas, sólo
cinco días después gritaban con saña: “¡crucifícalo!”. ¡Qué volubles somos los
humanos, Jesús! ¡Y qué fiel es tu amor y entrega por nosotros a pesar de
nuestros diarios desplantes!
Con algo más de edad, recuerdo la celebración de los Santos
Oficios en Santa María, que con mis 9 ó 10 años se me hacían largos, porque me
tocaba estar de pie y atrás ante tanta multitud. Aunque aprendí para años
siguientes que en otras iglesias había
menos aglomeración. Y poco a poco iba
dándome cuenta de lo que decían mis padres y los sacerdotes: que era más
importante la celebración dentro del templo que la de las procesiones. Y que
para que estas tuvieran sentido había que vivir aquellas en plenitud.
Fui interiorizando en mi vida esos misterios, que no son
simple recuerdo como las procesiones, sino que, participando en su celebración
litúrgica, traen al presente aquella misma fuerza y eficacia redentora, y que
teniendo el corazón limpio, lleno de fe y vacío de toda prisa, ese amor del
“Dios con nosotros”, imperceptiblemente, calaba en mi vida. Y desde ahí, sólo
desde ese encuentro personal con Dios, con el amigo del alma, desde ese amor
suyo, tenía sentido el ver una procesión o el desfilar en ella, como durante mi
adolescencia hice en la Hermandad de la Dolorosa, durante los años previos a mi
ingreso en el Seminario.
Y ese Jueves Santo iba abriéndose ante mí con toda su grandeza: día de la Última Cena de Jesús con sus
Apóstoles. Día
en que Él, el Maestro y el Señor, se agachó a lavar los pies a sus
discípulos encargándoles que ellos hicieran lo mismo entre ellos y con todos;
ilustraba así lo que con tantos ejemplos les había mostrado en esos tres años
de vida pública; les mostraba el sentido de ese mandamiento nuevo: “amaos unos a otros
como yo os he amado”; y Él nos ama hasta dar la vida. Sólo así reconocerán que
somos discípulos: si en cada detalle pequeño diario, ponemos la intensidad de
amor que movió a Jesús a interponerse ante lo que nosotros hubiéramos merecido.
Años después una frase de S. Agustín me ayudó a comprender
todo su significado: “si a todos les diera por llevar una cruz, si a todos les
diera por entrar en las iglesias, si a todos les diera por ponerse un
hábito,... lo único que seguiría distinguiendo a los hijos de Dios de los hijos
de Satanás es que se aman recíprocamente”. Fuerte, ¿verdad? ¡Fortísima! Por eso
nos dejó Jesús en esa última Cena el alimento que nos da capacidad para ello:
la Eucaristía. La Eucaristía,
el "amor de los amores", (como
cantamos), nos va transformando en Jesús; va poniendo
su gran Amor en lugar de nuestro pequeño amor, tantas veces mezclado con
mezquindad; y la institución del Sacerdocio, para que ello sea posible. Lavatorio de los pies,
mandamiento del amor mutuo, Eucaristía... pero para que nosotros pusiéramos las
bases para algo más grande: su testamento. Eso ya no lo podíamos hacer nosotros
con nuestras pobres fuerzas, pero sí teníamos que disponernos con esos
prolegómenos. Por eso se lo pide al Padre. Es el centro del Evangelio, ("la perla
preciosa", como decía Pablo VI). Y cinco veces lo repitió para que nos
enteráramos bien: la Unidad. “Padre, que todos sean uno”. ¡Nada menos que el anticipo
del cielo!: “Padre, que sean uno, como Tú en Mí y Yo en Ti!”.
Y saliendo de esa última Cena, Jesús se dirige al Huerto de los Olivos. Y allí Judas lo entrega, con el mayor gesto de cercanía
que es un beso.
“Amigo, ¿qué quieres?”, le pregunta aún Jesús como dándole una última
oportunidad... Pero la traición se consumó.
De niño me impresionaban esos Judas que esa noche aparecían
en el pueblo, por ejemplo en la puerta de los Frías. De mayor, luego he pensado
que tantas veces que no he vivido mi compromiso de cristiano cada día he sido
alguien que también ha renegado del Maestro. Hay una canción de Luis-Alfredo
que dice:
“¡Amigo, no lo juzgues!: ¡tú no eres quién!
¡Ni tú..., ni nadie!
Pero... mírate en el espejo: ¡quizá... te encuentres un aire!!
Y todos colaboramos en esta absurda traición
pues todos hicimos caso a aquel que nos engañó.
Y Cristo sufre la pena por nuestra redención.
¡Amigo, escucha si quieres!:
¡hay pocos Judas de nombre, hay muchos de corazón!
Como quiera que te llames... ¡apúntate la traición!”.
S. Pedro también lo negó tres veces: pero la diferencia con
Judas, es que él se dejó mirar por Jesús, se arrepintió y lloró por ello
después de cantar tres veces el gallo. Mirando la imagen de
Ntro. Padre Jesús
de la Misericordia, me hace recordar ese corazón grande que siempre me tiende una nueva
oportunidad a pesar de mis tropiezos, de mis pecados: tengo la oportunidad de
cambiar mi traición “tipo Judas”, en arrepentimiento “tipo Pedro” ante su
mirada de misericordia.
Y esa noche del primer Jueves Santo al primer Viernes Santo, Jesús la
pasó traído y llevado de acá para allá, de un tribunal a otro. Del Sanedrín al
Pretorio. Atado como un malhechor; la
imagen de Cristo de Medinaceli, de tanta veneración
en S. Bernardo y en toda España, y la de Cristo de la Humildad nos lo recuerda: “como
cordero llevado al matadero, -había dicho el profeta Isaías-, no habría su boca
ni profería amenazas”. Ante nuestra prepotencia e intransigencia, el que recibió
la mayor injusticia, ponía la otra mejilla; simplemente seguía amando a
aquellos por los que había venido a entregar la vida.
Pero la imagen que de pequeño más atraía mis preguntas porque
no comprendía era la del Stmo. Cristo de las Injurias. “Mamá, ¿por qué está
así? ¿qué le pasa?”. Recuerdo la pregunta, aunque no la respuesta, pero puedo
imaginarla: “lo azotaron y lo coronaron de espinas, y sufrió muchísimo para
salvarnos; porque
nos quería y nos quiere hoy”. Una imagen parecida llevaba
siempre consigo Sta. Teresa de Jesús y contemplando esas llagas externas del
Señor, llegó a comprender el interno amor del Señor por ella y por todos, y la
llevó a una conversión más definitiva, a una entrega más plena a Dios. En
cambio yo...; yo con vergüenza tengo que recitar las palabras del poeta mirando
esta imagen de Moharras y las anteriores:
¿Qué tengo yo que mi amistad
procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús
mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno
oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas
duras,
pues no te abrí!; ¡qué extraño
desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas
puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar
porfía”!
¡Y cuántas, hermosura soberana:
“Mañana le abriremos”, respondía,
para lo mismo responder mañana!
Y lo
mismo con la cruz a cuestas: ante la que yo tantos días me rebelo o llevo a
regañadientes. Y Él la cargó en mi nombre, hace ya varios siglos, para dejar
mis manos libres para hacer el bien que Él pide.
Viendo la tradicional imagen
de Jesús del Perdón, -distintos nombres para un mismo Corazón-, me anima a
seguir a su lado. Y cuando tropiezo, Él en sus caídas me anima a recomenzar: es
el secreto para ganar; volver a empezar de nuevo a amar, con más intensidad, a
Dios y a los demás; sacando, como Él, fuerza de flaqueza para no quedarme
tirado. Santo no es sólo el que nunca cae, sino el que siempre se levanta
confiando en su mirada de amor.
La
imagen de la Verónica. Sólo una mujer se atrevió a dar el paso hacia delante,
en medio de la multitud; sin temor ni vergüenza al que dirán; sin preocuparse
de que con ella pudieran hacer lo mismo. La veneración y el cariño por el
Maestro eran
más fuertes. La tradición no nos dejó ni su nombre, pero en el
paño quedó marcada la faz del Nazareno. Un auténtico retrato, un verdadero
icono: y de ahí el nombre que le quedó: “vero icono” > Verónica. También
para decirnos a nosotros que, no en un sudario, sino en nuestra alma y en
nuestro comportamiento debemos y podemos ser verdadera imagen y reflejo del
Señor. Otro “vero icono”, cada uno otra valiente Verónica.
“Y
llegando al lugar llamado la Calavera, lo crucificaron”. Cualquier imagen del
crucificado siempre impresiona, por más que estemos los cristianos, por
desgracia, “acostumbrados”. Pero la imagen tan lograda del Cristo de los
mártires lo hace de una manera especial:
No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Podemos
preguntarnos en qué momento nos amó más Jesús. Nos amó en todo momento con amor
infinito: hecho niño en Belén y Nazaret; en la vida oculta y en su predicación
y milagros. Pero el momento en el que más se notó ese amor infinito fue cuando
más sufrió. ¿Y cuándo, pues? Sin duda en la cruz. Pero hubo aquel primer Viernes
Santo algo más profundo que las heridas, algo peor que la misma muerte. Algo
que se hace
presente cada día en lo que nos duele o nos entristece; en lo que
no comprendemos o nos angustia. Una “llaga” en el alma, cuando Jesús desde la
Cruz exclamó: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús
Abandonado es la máxima expresión del Amor. Y Él continuó amando: al Padre (“a
tus manos encomiendo mi espíritu”) y a los demás (a su madre, para que no
quedara sola; al buen ladrón; a los que le crucificaban, implorando su perdón).
Nos dio así el secreto de la Vida, la llave para abrir toda puerta: transformar
el dolor en amor. Continuar amando aún en la más negra oscuridad.
Y
ante ese grito, María permanecía firme ante la cruz: la Dolorosa.
Dolorosa, de pie junto a la Cruz
Tú conoces nuestras penas,
penas de un pueblo que sufre:
Dolor de los cuerpos que sufren enfermos,
el hambre de gentes que no tienen pan,
silencio de aquellos que callan por miedo,
la pena del triste que están en soledad.
El llanto de aquellos que suman fracasos,
la cruz del soldado que mata el amor,
pobreza de muchos sin libro en las manos,
derechos del hombre truncados en flor.
La
misma y única Virgen Madre, la definimos como Ntra. Sra. de las Angustias. Como
la Piedad de Miguel Ángel, muestra esa serena desazón de ver al fruto de sus
entrañas, al que había llevado dentro nueve meses y luego amamantado; al que
había educado viéndolo crecer y luego seguido como la primera y más fiel
discípula; ahora lo tiene en su regazo sin vida.
La
misma y única Virgen Madre, que pierde al fruto de sus entrañas. La Soledad.
Pero con su gesto nos enseña a “saber perder” a Dios por Dios: dijo su "sí"
al Ángel, pareciendo que era contradictorio con la virginidad que Dios le
pedía, y en sus purísimas entrañas engendró por obra del Espíritu Santo al Hijo
eterno de Dios; ahora dice su “sí” perdiendo al hijo amado y le es sustituido
por Juan. Para una madre hay algo peor que le arrebaten a su hijo; y es que se
lo cambien por otro y tener que quererlo igual. Así María, con dolores "de parto", nos engendra a nosotros como hijos suyos.
La
imagen de S. Juan, el único discípulo que permaneció cerca en las horas
trágicas, nos recuerda que también nosotros, como él, hemos de llevar María a
casa. Él, el discípulo amado, aquel que recostó su cabeza en el pecho del
Maestro, tiene ahora
un encargo, y en él todos nosotros: “Ahí tienes a tu
madre”. Quizá por estar tan cerca de la Madre, quizá por ser el Apóstol que más
comprendió el amor verdadero, (cuando con las primeras luces del alba del
tercer día resucite el Maestro), será aquel que más corra y llegue primero al
sepulcro vacío: “entró: vio y creyó”. Pero no adelantemos acontecimientos
todavía.
La
imagen del Cristo Yacente en el Santo Sepulcro, que tanto nos impresionaba de
chiquillos al entrar en S. Blas y al verla recorrer las calles en procesión,
nos recuerda el misterio que va más allá de toda lógica: Dios inmortal, sin
dejar de serlo, se ha
hecho hombre en todo como nosotros, pero sin pecado; con
una naturaleza como la nuestra, incluso sujeta a la muerte. Dicen que el amor
hacer locuras. ¡Locura de amor la de un Dios crucificado!; ¡locura de amor de
un Dios muerto para hacerse cercano incluso a aquellos que no sólo tres días,
sino siempre viven sin Él!
Somos
invitados también nosotros a dejar que alguien mueva la piedra de nuestros
corazones y deje el portillo abierto para que revivamos: “sabemos que hemos
pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos”, dirá con el
tiempo S. Juan.
Todo este recorrido por jueves, viernes y día del sábado,
viene cruzado como trasversalmente por una virtud, de la cual, como fiel
discípula hizo gala la madre. La misma y única Virgen Madre, la Esperanza, nos lo recuerda.
Dicen que es lo último que se pierde: María no la perdió; ni la fe, ni la Caridad, que es la que
permanece incluso después de esta vida, y como un título así la muestra
perennemente nuestra Patrona desde su Santuario todo el año para recordárnoslo.
Y ante todo esto, si los siglos y la historia pudieran
hablar, estarían anhelantes por su culmen, por el desenlace. Centro de la
historia, centro del año litúrgico: la Resurrección. En la Vigilia Pascual, la entrada
solemne del Resucitado nos invade de gozo y nos hace
redescubrir que sólo tiene
futuro y sentido un estilo de vida desarrollado como Jesús, con Él y por Él.
Esa noche, la renovación de las promesas bautimasles, da sentido a toda una
Cuaresma; nos hace sumergirnos en esa muerte y resurrección para ser en verdad,
(más y mejor), hijos de Dios; hijos en el Hijo.
La procesión del Encuentro en la mañana de Resurrección nos invita a
descubrirlo vivo con nosotros cada día y a encontrarnos
con ÉL. Nos invita a
encontrarnos nosotros en aquel mutuo amor y aquella unidad que ÉL pidió, y
juntarnos desde todos los puntos cardinales, desde las tres parroquias.
Misterio que debemos... ¡podemos!... hacer realidad cada día en cualquier lugar
donde nos encontremos dos o más unidos en su nombre, es decir, en ese amor
dispuesto a dar la vida recíprocamente y gozar así de su presencia viva reconocida
por las huellas de paz, alegría y gana de entrega que deja.
Recuerdo todas estas imágenes en los imponentes desfiles
procesionales. De niño viéndolas desde las aceras y tratando de descubrir entre
los “nazarenos” de la Dolorosa a mi padre, al tío Agustín, al primo Juan (que
acaba de dejarnos) y a los demás de la familia; y luego, ya con catorce años
“procesionando” yo entre ellos, tratando de que no fuera algo intrascendente,
sino algo serio y digno del mayor respeto. Los recorridos de las procesiones de
Semana Santa, con todos sus pasos, llevando por las calles, ayer como hoy,
estos perennes misterios de manera plástica, manifiestan a los devotos y a los
simples curiosos que hay algo más, ¡que hay Alguien más!, que más allá de
nuestra indiferencia, olvido o infidelidad, siempre permanece fiel amándonos
hasta el extremo cada instante de nuestras vidas.
Gracias por vuestra atención. Perdonad si en estos recuerdos
de infancia y juventud y en estas reflexiones y vivencias de años posteriores
me he alargado. Simplemente he querido ofreceros gratis lo que gratis voy
recibiendo.
Como pregonero oficial, anuncio que con las primeras vísperas de
Domingo de Ramos de esta tarde ha empezado y quedado inaugurada la Semana
Grande de la fe, la Semana Santa.
Que este amor eterno e infinito por nosotros de todo un Dios, no quede perdido. Que cada año Semana Santa no sea un año más ni una semana
más.
Francisco-Tomás Tomás Rodríguez
Pregón para la Semana Santa 2003
Villarrobledo (Albacete)
Parroquia de S. Blas