PALABRA DE VIDA junio 2017
«Como
el Padre me envió,
también
yo os envío»
(Jn 20, 21)
En los días
sucesivos a la crucifixión de Jesús, sus discípulos se encerraron en casa,
asustados y desorientados. Lo habían seguido por los caminos de Palestina
mientras anunciaba a todos que Dios es Padre y ama tiernamente a cada persona.
Jesús había
sido enviado por el Padre no solo para testimoniar con su vida esta gran
novedad, sino también para abrirle a la humanidad el camino para encontrarse
con Dios; un Dios que es Trinidad, comunidad de amor en sí mismo, y que
quiere incluir en este abrazo a sus criaturas.
Durante su misión, muchos
vieron, oyeron y experimentaron la bondad y los efectos de sus gestos y de sus
palabras de acogida, perdón, esperanza… Luego llegó la condena y la
crucifixión.
Y en este
contexto el Evangelio de Juan nos cuenta que Jesús, resucitado al tercer día,
se aparece a los suyos y los invita a proseguir su misión:
«Como el Padre me envió,
también yo os envío».
Como si les dijese: «¿recordáis cómo he compartido con vosotros
mi vida?, ¿cómo he saciado vuestra hambre y sed de justicia y de paz?, ¿cómo he
sanado los corazones y los cuerpos de tantos marginados y descartados de la
sociedad?, ¿cómo he defendido la dignidad de los pobres, de las viudas, de los
extranjeros? Seguid
ahora vosotros: anunciad a todos el Evangelio que habéis recibido, anunciad que
Dios desea que todos se encuentren con Él y que sois todos hermanos y hermanas».
Cada persona, creada a imagen de Dios Amor, tiene ya en el corazón el
deseo del encuentro; todas las culturas
y todas las sociedades tienden a construir relaciones de convivencia.
Pero ¡cuánto esfuerzo, cuántas contradicciones, cuántas dificultades para
alcanzar esta meta! Esta profunda aspiración choca cada día con nuestras
fragilidades, con nuestros miedos y cerrazones, con la desconfianza
y los juicios recíprocos.
Y sin embargo, el Señor nos sigue dirigiendo con confianza la misma
invitación:
«Como el Padre me envió,
también yo os envío».
¿Cómo vivir en este mes una
invitación tan audaz? La misión de suscitar la fraternidad en una humanidad tantas
veces herida ¿no es una batalla
perdida antes incluso de que comience?
Solos nunca podríamos conseguirlo, y por eso Jesús
nos ha hecho un regalo muy especial, el Espíritu Santo, que nos sostiene en el compromiso de amar a
cada persona, aunque esta sea un enemigo.
«El Espíritu Santo, que se nos da en el bautismo […], al ser espíritu de
amor y de unidad, hacía de todos los creyentes una sola cosa con el Resucitado
y entre ellos, superando todas las diferencias de raza, de cultura y de clase
social. […] Con nuestro egoísmo es como se construyen las barreras con las que
nos aislamos y excluimos a quienes son distintos de nosotros. […] Por ello, escuchando la
voz del Espíritu Santo, trataremos de crecer en comunión […]
superando las semillas de división que llevamos dentro de nosotros»[1].
En este mes, con la ayuda
del Espíritu Santo, recordemos y vivamos
también nosotros las palabras del amor en cualquier ocasión que
tengamos, grande o pequeña, de relacionarnos con los demás: acoger, escuchar,
compadecer, dialogar, alentar, incluir, cuidar, perdonar, valorar… Así
viviremos la invitación de Jesús a continuar su misión y seremos canales de esa vida que Él nos ha
dado.
Es lo que experimentaron un
grupo de monjes budistas durante su estancia en la ciudadela internacional de Loppiano, en Italia, cuyos 800 habitantes procuran vivir con fidelidad el
Evangelio. Se quedaron profundamente impactados por el amor evangélico, que no
conocían. Uno de ellos cuenta: «Dejaba
mis zapatos sucios a la puerta de la habitación, y a la mañana siguiente me los
encontraba limpios. Dejaba mi ropa usada fuera y por la mañana me la encontraba
limpia y planchada. Sabían que tenía frío porque soy del sureste de Asia, y
entonces subían la calefacción y me daban mantas… Un día pregunté: “¿Por qué lo
hacéis?”. “Porque te queremos”, me respondieron»[2].
Esta experiencia abrió el camino a un diálogo verdadero entre budistas y
cristianos.
LETIZIA MAGRI